La peor lucha es la que no se hace.
Karl Marx
1
—Ha llegado la hora de cumplir la promesa —dice Alejandra—, por favor, déjenme hablar.
Alejandra agita en el aire un vaso casi vacío de pastis con su mano derecha para llamar la atención y luego se lo lleva a la boca. Diego, distraído con el movimiento, puede ver cómo cuelga una pulsera de bolitas oscuras de la muñeca de la chica y, por la manga desbocada de su camiseta, la parte lateral de un sujetador blanco de encaje.
—Luego ya, si queréis, hablamos del disco de Sufjan Stevens o del presidente de la República, pero dejadme hablar ahora —insiste Alejandra.
Diego asiente con la cabeza y se coloca delante del aire que brota de un ventilador carcomido. Las aspas sucias del aparato chasquean como el mugido de un perro enfermo mientras Diego intenta concentrarse en las palabras de Alejandra a pesar de la cerveza, del hachís y de la excitación sin forma de aquella fiesta de despedida. Poco a poco, las frases de la chica se hacen comprensibles para él —aunque «comprensible» no sea el adjetivo adecuado—, pues parece que hubiera descifrado el contenido de un sueño y pudiera viajar al otro lado de las cosas sin ser visto.
—La primera vez que vine a Europa fue porque se murió mi mamá —dice Alejandra.
Diego levanta discreto la cabeza y susurra «lo siento». Alejandra aprovecha el silencio provocado por aquella confesión para contar —ahora todos callados, sólo la música de fondo— aquello que ha prometido.
—El retrato de mi infancia es el de mi mamá tejiendo ropa de abrigo en una mecedora, junto a una ventana, con sus gafas oscuras a punto de resbalar por la nariz. Con dos agujas y con lana manufactura, todos los días del año, camperas, gorros, bufandas, ponchos y guantes. Yo era entonces una nena y no alcanzaba a entender qué pasaba. Supuse que todas las madres se dedicaban a confeccionar ropa de abrigo como afición o por ganar plata y no le concedí mayor importancia. Cuando uno es pequeño piensa que todos los papás tienen el mismo laburo, la misma fotografía de Jesús encima de la cama, el mismo desorden en el cajón de las medias, el mismo olor a recién lavados los días domingo o la misma reverenda mierda por entre las uñas, pero llegó un momento, no recuerdo cuándo, en que todo aquello comenzó a resultarme patético, ver cómo mi mamá tejía a todas horas me hizo pensar en que pudiera estar loca como decían algunos en la escuela —Alejandra bebe otro trago y luego rellena despacio el vaso. Sonríe evocando a su madre sentada en la mecedora y a ella cuando sólo es una niña que aún no conoce la tristeza de los solitarios ni el miedo a la muerte—. Me lo contaron todo cuando cumplí doce años. Mi papá me contó que los milicos desaparecieron a mi hermano Víctor en el 78 y que, al poco de llevarse a mi hermano, llegaron a mi casa para pedir plata, uno morocho y bien alto, y el otro petiso. Mis viejos se las apañaban mal, porque no había plata y nadie quería contratar a mi papá, porque decían que capaz que fuera subversivo, cuando nunca fue de ninguna manera. A las pocas visitas, confiados en la buena voluntad de los dos milicos, aunque nunca vinieron con uniforme, sólo dijeron que eran milicos, mis papás preguntaron por el lugar en el que se encontraba mi hermano, dónde estaba preso, y por si había alguna posibilidad de verlo, de poder abrazarlo y llevarle algo de comida o de ropa. Supongo que para que se olvidaran del asunto, los milicos dijeron que no se le podía visitar porque estaba muy lejos. Dijeron que Víctor estaba en Dinamarca —Alejandra se detiene en ese punto inverosímil del relato, aquella mentira carnosa que se confundió con la esperanza de sus padres cuando todavía creían vivo a su hijo—. Mi papá me contó que, a partir de entonces, cada vez que venían los tipos a por la plata siempre incluían algunas prendas de abrigo. «Capaz que se me muera de frío», decía mi mamá, «capaz que se me muera de frío». Todavía, algunas veces, recuerdo las caras de aquellos dos y sus trajes cruzados y sus corbatas oscuras. El petiso tenía un bigote rubio, casi blanco, y me acariciaba el pelo, y se agachaba y me decía «sabés que sos muy linda». Me gustaba escucharle, porque tenía una voz muy dulce, y aquellas caricias en el cabello me estremecían. No recordaba que nadie lo hubiera hecho antes, nadie me había acariciado el cabello nunca. Los milicos no sólo desaparecieron a mi hermano, también destrozaron a mi familia, nos convirtieron en unos extraños que habitaban una misma casa, sólo esperábamos las noticias de Víctor que nunca llegaban y, mientras, nos ignorábamos los unos a los otros. Todo esto puede resultar enfermo de alguna manera que no sé explicar, pero todavía me acuerdo de cómo su mano acariciaba mi cabeza. Tenía unas gafas oscuras, como de motorista americano, y era cariñoso y hasta lindo. En el 87 encuentran a mi hermano en una fosa común en el cementerio de General Villegas, al noroeste de la provincia de Buenos Aires. Según el forense lo mataron a los pocos días de desaparecerlo. «Le reventaron la cabeza con un arma de fuego a muy poca distancia», nos contó el doctor con el cráneo partido de Víctor en su mano derecha. No pudo asegurar que hubiera sido torturado, porque apenas quedaban restos para poder corroborarlo, pero, aún sin pruebas, nos dijo que lo picanearon bien y, en vista de los huesos quebrados, «bien parece que lo cagaron a trompadas».
Diego mira su vaso con la cabeza apoyada en una de sus manos. El pelo revuelto cae por su frente y el ventilador lo mueve y desordena con tristeza, cerca de la boca escéptica.
—Nunca se lo dijimos a mi mamá —continúa Alejandra—, ¿para qué hacerla sufrir?, y ella siguió con su tarea hasta pocos meses antes de su muerte. «Capaz que se me muera de frío», decía. Los tipos que nos pedían plata se habían esfumado y con el paso de los años en el departamento de mis papás casi no había espacio para tanta ropa. Mucha la vendimos y otra la repartimos entre los vecinos que podían usarla. Por eso vine acá la primera vez, vine a Europa a repartir ropa de abrigo —Alejandra no puede continuar. Por un momento, parece emocionarse. Busca aire y mira a la cúpula de la catedral de Saint-Étienne que asoma por una de las ventanas del apartamento—. Mi mamá me dijo antes de morir: «prometé que vas a llevar la ropa a tu hermano. Vos tenés que llevarla. Prometelo, hija, prometelo».
Todos miran al suelo enmarañado por el alcohol y el humo de los cigarros buscando palabras para reconfortar a Alejandra, pero nadie sabe qué decir. Diego se fija en la filigrana blanca del sujetador y en lo poco que deja ver de sus pechos, mientras de fondo se oye una vieja canción de guerra. Entretanto, alguien entrechoca unos vasos y otros llenan los suyos con cerveza o pastis. Diego le acerca la mano a Alejandra y ella, todavía emocionada, la aprieta con fuerza. Luego se recompone con un trago sombrío y una calada al cigarro.
—Me encantaría conocer Argentina. La tierra de Borges, de Cortázar, de Puig, … —dice Diego.
—Mirá, Diego —dice Alejandra—, esa Argentina no existe. La Argentina real no se parece a la de los libros, pero eso vos nunca lo vas a saber, porque sos un gallego de manual. Tú de tu España querida no te vas a ir nunca. No sabrías vivir sin los toros y sin la siesta y sin decir «hijoputa» de a poco.
Le ofrece su vaso para brindar y lo hacen al tiempo que Odile, ausente cuando Alejandra hablaba de su hermano, aparece en el salón del apartamento con una bandeja repleta de comida. Alejandra observa cómo Diego mira a Odile y añade:
—Aunque ahora que has descubierto cómo cogen las francesas, lo mismo no te querés volver a la madre patria.
—¿Qué dices?
—Todos sabemos que has estado cogiendo con Odile. Incluso lo sabe Roland, y, aunque sean una pareja francesa, y sean liberales, Roland se muere de ganas de romperte el orto. Cuidado con él, que es bretón y está medio loco.
—Yo quiero a Inés, no me jodas.
—Oh, ya salió el honrado gallego defendiendo el amor eterno. ¿Sabés que dicen Les Luthiers del amor eterno?
—No sé ni quiénes son Les Luthiers, con lo que imagina…
—¡Qué poco mundo, ché! ¿De verdad no sabés quiénes son Les Luthiers?
—No, mira, de Francia apenas conozco unos pocos directores de cine y a Balzac y a Proust y a Madame Bovary.
—No seas boludo, Les Luthiers son argentinos. Los franceses cogen bien, pero no son graciosos, son demasiado, cómo decirlo, … ¿académicos?
—Vale, muy bien, Les Luthiers son argentinos, estupendo. ¿Qué dicen del amor eterno?
—Dicen que dura aproximadamente tres meses.
2
Tiempo después, Alejandra se acerca al oído de Diego y con voz bajísima le pide que la acompañe a su habitación. Diego la mira con cara divertida y accede sin saber muy bien qué pretende. Le toma de la mano y le dice que, a cambio de la historia de su familia, él debe recompensarla con un pequeño favor.
—No te entiendo —dice Diego—, no sé qué dices.
Ella le mira y le dice «pasá, anda, pasá», luego enciende algunas luces de su cuarto y cierra la puerta con los dos dentro. La habitación está muy desordenada, da la impresión de que hubiera pasado por ella un huracán: la cama deshecha, algunas sillas rebosando ropa sucia y, debajo de la puerta que da acceso al balcón, un muestrario amorfo de distintos zapatos de mujer en un montón infame. Alejandra pide a Diego que se siente en la cama con un gesto. Entretanto, ella se acerca a un estante y saca de él un libro enorme de fotografías. Alejandra busca en el libro hasta encontrar una en concreto y le entrega el ejemplar abierto por la página seleccionada.
—Mirá bien la foto de la derecha —dice Alejandra.
En aquella foto se ve a Steve McQueen en el borde pedregoso de un río, aunque, por el oleaje, puede que esté en un acantilado sobre el mar. Los labios esbozan una sonrisa cansada justo al lado de una mancha oscura en la mejilla. La frente fruncida muestra los surcos ilegibles del paso del tiempo. Su brazo izquierdo está apoyado en alguna roca fuera de foco. Lleva una camisa de rayas y una rebeca de lana sombría con todos los botones abrochados excepto el último. La rebeca tiene dos bolsillos y, en el derecho, lleva lo que parece que es un libro pequeño, quizá sea un paquete de tabaco o un cuaderno. Justo cuando terminas de mirar ese bolsillo te percatas de que con los dedos índice y corazón de su mano derecha sostiene la polla como si fuera un cigarro. El actor tiene la polla fuera de su pantalón blanco. Se la ha sacado por el reducido espacio de la cremallera. Una polla circuncidada y fofa a la que, desde que la descubres, no puedes dejar de mirar. Tus ojos no pueden apartarse de la redondez de ese glande, poco importan ya las piedras del suelo, o los botines de cordones, o la maleza entre las rocas, o los ojos alcohólicos y exhaustos del actor.
Alejandra, mientras que Diego observa la fotografía, enciende un ordenador portátil y coloca sobre el sinfonier su Leica, luego se sienta en la cama al lado del chico con el ordenador sobre sus rodillas. Abre una carpeta de archivos fotográficos y selecciona la pestaña de presentación. A partir de ese momento, cada tres segundos, aparece en la pantalla una fotografía muy parecida a la de Steve McQueen. Hombres vestidos con la polla fuera del pantalón. Pollas de todos los tamaños y colores, algunas erectas, otras flácidas como la del actor estadounidense, algunas sostenidas por las manos de sus poseedores, otras autónomas que cuelgan fuera del pantalón en libertad. Todas las fotografías son en blanco y negro y todas tienen esa combinación mediocre: caras más o menos sonrientes, expresiones relajadas, naturales, y una polla que distorsiona y deforma por completo el retrato.
—Son actores, músicos, directores de cine, pintores, decoradores o escritores como tú —dice Alejandra.
Ahora cruza las piernas y se acomoda el pelo después de dejar el ordenador sobre la cama. Sonríe a Diego con dulzura para llenar el silencio, sólo interrumpido por la música y las voces de la fiesta que llegan del salón, hasta que le propone tomarle una fotografía.
—¿Con la polla fuera? —pregunta Diego mientras recuerda que las fotos que han desfilado delante de sus ojos contienen a personajes muy relevantes del mundo de la cultura.
—En diciembre las mostraré en una exposición itinerante que comenzará aquí, en Toulouse —dice Alejandra—, y luego viajará a Berlín, Ámsterdam, Londres, Oslo, Estocolmo y, al final, Buenos Aires.
Añade alguna información sobre una beca de la Fundación Repsol-YPF y de que hay muchas posibilidades de que las fotografías también se muestren en los Estados Unidos dentro de dos años.
—Che, ¿te atrevés? —dice Alejandra, que se ha puesto de pie y se ha colgado alrededor del cuello la cámara—. Si la tenés pequeña ahora, yo me encargo de que se te pare.
—¿Dónde me pongo?
Alejandra le lleva hasta la puerta del balcón por donde entra la tenue luz de las farolas. Le arregla el pelo con sus dedos y le coloca las gafas y la camisa. Después, le desabrocha los botones del pantalón y le saca la polla. Está lacia, aunque húmeda por la excitación. Alejandra, ahora de rodillas, alza la mirada y se la mete en la boca.
—Si me las enseñas, vamos a adelantar mucho… —dice Diego.
Alejandra deja la cámara encima de la cama, se desabrocha el sujetador y los escasos botones que cierran el cuello de su camiseta. Por una de las mangas se lo saca, y Diego aprecia, cuando mira hacia abajo, el movimiento de aquellos hermosos pezones oscuros entre las sacudidas de la boca de la muchacha contra su cuerpo.
Ella ahora se pone de pie, agarra la cámara y le pide no hacer ningún movimiento sin su permiso. Alejandra dispara y le da indicaciones.
—Colocate las gafas, no sonrías, mirá al objetivo, agarrate la pija con la mano derecha, apretá la mano, mirá ahora a la calle, está bueno, está bueno, no te muevas, así, es sólo un momento más, soltá la pija, relajá las manos, está bueno así, no te muevas, mirá otra vez al objetivo —los disparos de la cámara resuenan en las paredes del dormitorio hasta que Alejandra da por terminada la sesión—. Ya está, Diego, ya lo tengo.
Alejandra se vuelve y deja la cámara dentro de una funda colocada encima del sinfonier. Diego sigue en la misma posición, apoyado en la contraventana de la puerta del balcón. Ella le mira. Luego Alejandra se acerca y se pone de rodillas delante de Diego. Le desabrocha el botón de la cintura y baja un poco sus pantalones. Él mira el movimiento de sus pechos y alarga sus manos para acariciarlos con descuido. Nota su calor. Más tarde cierra los ojos y se concentra en la espesa penumbra del placer.

Me ha encantado, tal cual, como si hubiera sido escrito por un argentino. Genial.
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Gracias.
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