La vida literaria del país donde había nacido
consistía, en esencia, en jóvenes provincianos
que aspiraban a convertirse en escritores
y recorrían todo el camino desde
las tristes provincias hasta la capital.
Algunas palabras sobre el ciclo vital de las ranas. Patricio Pron.
El domingo por la mañana el escritor de provincias escribe en la cocina mientras sus hijas y su mujer aún duermen. Emborrona páginas en blanco con la esperanza cada vez más diezmada de terminar la que llama, de manera pomposa, «mi gran novela americana», porque el escritor de provincias duda más de lo conveniente de que su material sea el que necesita el mundo y, quizá por eso, ensaya nuevas formas de narrar, aunque sabe, en el fondo, que lo que intenta hacer es imitar el estilo, los temas y las tramas de los escritores de provincias como él que consiguieron dar el salto a la capital y obtuvieron el reconocimiento a su obra. El escritor de provincias no ha dado aún ningún salto, sólo sabe que lleva demasiados años en la provincia dedicando los cada vez más escasos momentos de ocio —el trabajo le llena los días de obligaciones y de aburrimiento, las tareas familiares le hacen perder demasiado tiempo— a la creación de una obra literaria incontestable. Los amigos más cercanos ya se aburrieron de leer sus manuscritos y, por eso, los envía ahora a las editoriales sin ningún filtro. Quizá ésa sea la razón, aunque puede que sean otras muchas, por la que el escritor de provincias sigue coleccionando rechazos de todas las grandes de modo parecido a lo que contaba Roberto Bolaño en un célebre poema: Rechazos de Anagrama, Grijalbo, Planeta, con toda seguridad / también de Alfaguara, Mondadori. Un no de Muchnik, / Seix Barral, Destino… / Todas las editoriales… Todos los lectores… / Todos los gerentes de ventas… El escritor de provincias no envía manuscritos a editoriales pequeñas porque sabe que, al menos, en el rechazo de las grandes editoriales se parece a Roberto Bolaño. Luego recuerda Sensini y piensa en la posibilidad de enviar sus cuentos y novelas a los infinitos premios literarios convocados en las provincias, pero siempre termina por percatarse de que, a diferencia de Sensini o del propio Bolaño, no tiene problemas económicos. El escritor de provincias no necesita dinero, pues tiene mucho más del que se puede gastar, aunque necesita, sin embargo, reconocimiento crítico y, antes de ese reconocimiento, una editorial que publique sus textos y, por supuesto, la consiguiente comunidad de lectores que le escriba correos electrónicos en los que afirmen lo importante que es para ellos la lectura de sus novelas.
Un día el escritor de provincias lee un cuento de Patricio Pron en el que se detallan las dos posibilidades a las que se enfrenta todo escritor de provincias como él. La primera consiste en convertirse en un escritor de éxito que publica libros en editoriales de prestigio y, en ocasiones, también artículos en periódicos de difusión nacional. La otra posibilidad es mucho más desagradable, el escritor de provincias fracasa y se llena de rencor al contemplar cómo otros escritores de provincias ocupan su lugar en el mundo de las letras mientras él «todavía escribe en la cocina de su casa cuando su mujer y sus hijos duermen». El escritor de provincias sabe que P. —así se llama Patricio Pron en el cuento Es el realismo en el que se explican estas dos posibilidades— publica libros de cuentos y novelas en editoriales prestigiosas y también artículos en periódicos como El País, el periódico que todos, incluso el escritor de provincias, consideran el único periódico que se publica en España que puede todavía llevar ese nombre con cierta dignidad a pesar de su deriva informativa propiciada por la crisis de los medios de comunicación de masas después de la llegada de las nuevas tecnologías. Incluso P., en ocasiones, publica dos páginas enteras en El País que el escritor de provincias lee en su terraza con cierta delectación los sábados al mediodía acompañado de un vermú, pues, el rencor todavía no ha llevado al escritor de provincias a odiar a P. hasta el extremo de no leer sus artículos, ni sus libros de cuentos, ni sus novelas. Aunque, esto es muy importante, el escritor de provincias sabe, de cualquier manera, que ese rencor terminará llegando y odiará a P. con desgana, pues se convencerá de que P. ocupa un lugar que le pertenece a él, ya que los artículos, las novelas y los cuentos de P. no están de ninguna manera a la altura de lo que el escritor de provincias escribe los domingos por la mañana en la cocina mientras sus hijas y su mujer duermen.
El escritor de provincias a veces, para acortar el camino hacia las editoriales de prestigio, fantasea con la posibilidad de enviar sus manuscritos a editoriales pequeñas y, otras veces, cuando se siente tan desesperado por ser un escritor inédito que llora cuando comprueba el año de nacimiento de muchos escritores a los que admira y se cerciora de que nacieron años después que él —en algunos casos, muchos años después que él— incluso fantasea con la posibilidad de enviar sus manuscritos a las editoriales de provincias. Esas editoriales en las que publican escritores de provincias como él cuyos textos no sólo no están a la altura de Anagrama o de Alfaguara por su falta de talento, sino que tampoco les llega para publicar en pequeñas editoriales que tienen su hueco en las mesas de novedades de algunas librerías y en el, por supuesto, insondable laberinto de confusión al que también llamamos «redes sociales». Al escritor de provincias entonces le aterra enfrentarse a una posibilidad definitiva. No teme que sus novelas o cuentos terminen engrosando el catálogo desparejado y terrible de una editorial de provincias, teme, por el contrario, que esa editorial de provincias rechace también sus manuscritos y ya no pueda estar a la altura de Roberto Bolaño ni de P., sino al lado de los ignorados escritores de provincias que han sido incluso rechazados por las editoriales de provincias. Sabe que todos los rechazos de las grandes editoriales son, en el fondo, una forma inconsciente de halagar su trabajo, sin embargo, un rechazo de una editorial de provincias sería la confirmación de que no se puede crear una obra literaria incontestable dedicando a ello sólo las mañanas de los domingos mientras su mujer y sus hijas aún duermen. El escritor de provincias no quiere confirmar nada. Prefiere la duda y, por lo tanto, no manda manuscritos a las editoriales de provincias.
Luego recuerda que no todos los escritores de provincias son iguales y, descubre, espantado, que hay escritores de provincias mejor posicionados que otros dado que no todas las provincias tienen el mismo rango de importancia ante los ojos de los que viven en la capital. Entonces recuerda una anécdota que en su momento —hace treinta años— le hizo mucha gracia, pero que ahora no le hace ninguna. La historia es la siguiente. Una compañera de su carrera, una muchacha encantadora, muy brillante, además, provenía de Guinea y un día le confesó que llegó a la provincia de la que es originario el escritor de provincias con el disgusto de su familia. Su familia, todos ellos nacidos en Guinea, había desaconsejado que ella recibiera sus estudios en un lugar en el que «aún no han llegado los Levi’s a las tiendas de ropa». El desprecio con el que unas personas nacidas en un país africano trataban a la provincia europea de nacimiento del escritor de provincias le lleva a pensar que —en el fondo sabe que es sólo una excusa para no admitir lo inaceptable— si hubiera nacido en una provincia distinta ahora mismo sus novelas y cuentos estarían publicados en Penguin Random House y los sábados publicaría en Babelia artículos sobre escritores de provincias que desde hace mucho tiempo ya no viven más allí. Quizá por eso nunca ha comprado vaqueros, ni camisas, ni cazadoras de la marca Levi’s, aunque quizá sea por otra razón de la que se ha olvidado.
Sin embargo, dado que es domingo por la mañana y sus hijas y su mujer aún duermen, descubre asombrado que puede escribir un cuento sobre una familia guineana que teme perder sus privilegios sociales al tener que vivir en la provincia del escritor de provincias. Así, cuando la familia guineana llega a la provincia y descubre aterrada que todos los hombres llevan pantalones negros de pana y camisa blanca y las mujeres, por su parte, largos vestidos oscuros, como si estuvieran dentro de algo muy parecido a La casa de Bernarda Alba, intentarán rebelarse contra la fatalidad de vivir en una provincia sin ningún prestigio pasado ni futuro. La familia guineana se hallará perdida en un laberinto burocrático que les imposibilitará adquirir productos de la marca Levi’s que les otorgue la distinción capitalina que añoran, pues no existe ninguna posibilidad de conseguir ninguna de esas prendas en ninguno de los establecimientos comerciales de aquel territorio y, abrumada por la ineficacia de los departamentos administrativos de la provincia, terminará por aceptar su desgracia y vivirá en aquel lugar con las reglas propias de ese territorio. La familia protagonista aceptará la opresión de la provincia hasta vestirse con la falta de elegancia de los nativos y se perderá en la masa gris y deforme de los que no cuentan y a los que nunca nadie hará caso. En el último párrafo del cuento, cada miembro de la familia guineana, en un montaje paralelo, se desnuda frente al espejo de su habitación dejando caer al suelo sus ropas cosmopolitas —aunque todos saben que en realidad sólo son prendas estadounidenses fabricadas en Bangladesh—, y, frente a ese mismo espejo, se viste con la ropa que los convertirá desde entonces en invisibles provincianos.
Cuando termina el cuento, y justo antes de apagar su viejo ordenador y preparar el desayuno para su mujer y sus hijas que aún duermen, decide consultar las últimas novedades en Twitter y allí descubre que P. —al que sigue desde hace años también en las redes sociales— va a ejercer de jurado en un concurso de cuentos de una provincia distinta a la que oprime al escritor de provincias, pero, en esencia, la misma. En ese momento, conviene que quizá podría enviar el manuscrito del cuento guineano al concurso después de incluir en él un guiño imposible de obviar por P., para que, en primer lugar, le ayude a ganar el primer premio —con el dinero podría cambiar de ordenador, pues el que utiliza para escribir los domingos por la mañana en la cocina mientras su mujer y sus hijas duermen tiene ya más de diez años— pero, al mismo tiempo, y esto es lo que llena de una alegría difusa al escritor de provincias, también podría servir para que P. sea el enlace entre la obra del escritor de provincias y los editores de las grandes y prestigiosas editoriales de la capital o, puede que, incluso, también, con el jefe de la sección de cultura del periódico El País, que es el periódico que todos, incluso el escritor de provincias, consideran el único periódico que se publica en España que puede todavía llevar ese nombre con cierta dignidad a pesar de su deriva informativa propiciada por la crisis de los medios de comunicación de masas después de la llegada de las nuevas tecnologías.
Lee las bases del concurso de cuentos para cerciorarse de que cumple todos los requisitos exigidos. Después, mientras calienta las tazas de leche para el desayuno en el microondas, imprime las páginas del cuento y una de sus hijas, la mayor, sale de su habitación somnolienta y le da un beso y le confirma que se ha despertado por el ruido de la impresora, pero ya son las diez de la mañana y aquello no es ningún problema, y ordena las hojas del cuento y las deja sobre la mesa para, a la mañana siguiente, después de salir del trabajo, meterlas en un sobre acolchado que comprará en un estanco y acercarse hasta la oficina de correos para enviarlas al sitio que cambiará su destino. Sin embargo, se olvidará del concurso y de la oportunidad de encontrar su lugar en el mundo de las letras a través de él, porque pasa el tiempo sin que pueda evitarlo y el escritor de provincias se entretiene atendiendo a las tareas cada día más aburridas y agotadoras de su trabajo, por no hablar de los distintos acontecimientos familiares a los que debe acudir y que se repiten todos los años en un círculo descorazonador de festividades religiosas, celebraciones de cumpleaños y visitas cada vez más cínicas a destinos turísticos faltos ya de ningún interés.
Aun así, otro domingo por la mañana, cuando el escritor de provincias escribe en la cocina mientras sus hijas y su mujer aún duermen, suena el timbre de su casa. Quizá la persona que ha oprimido el botón es consciente de la hora tan temprana de un día domingo como aquel, aunque quizá no lo es. El escritor de provincias recorre el pasillo que separa la cocina de la puerta de entrada de su casa y se asoma a la mirilla de la puerta blanca de su vivienda unifamiliar y descubre que la persona que está al otro lado de la puerta es P. Entonces recuerda de manera fugaz el concurso de relatos de aquella provincia que no era la suya pero que era, en esencia, la suya, y el guiño que incluyó en el cuento para que P. acabara por descubrir su valía como escritor y cae en la cuenta de que quizá ha venido hasta su casa para ofrecerle la oportunidad de publicar sus textos en una editorial de prestigio. Antes de abrir la puerta, sin embargo, se pregunta si aquella persona quizá pudiera ser alguien distinto a P., pero el caso es que tiene el mismo corte de pelo, la misma nariz afilada, las mismas gafas negras y una envergadura similar —alrededor de 1.70 metros de altura y bastante menos de sesenta kilos de peso— a la de la persona que aparece en las diferentes entrevistas y conferencias de P. que el escritor de provincias ha visto en YouTube en los últimos años. Abre la puerta para confirmar que todo es cierto y sí, todo es cierto, aquella persona se presenta como P. y le cuenta, sin traspasar la puerta de la vivienda unifamiliar, como si se tratase de un vendedor de enciclopedias de otra época, una historia rocambolesca sobre el concurso de relatos de la provincia a la que presentó su cuento y la imposibilidad de que el escritor de provincias ganara el premio a pesar de todos los esfuerzos que P. llevó a cabo para convencer a los otros miembros del jurado. «El tipo que ganó el premio había situado la acción de su relato en la provincia que entregaba el premio, el tuyo, sin embargo, y en un error de cálculo imperdonable, transcurría en esta provincia, en tu provincia, y eso fue definitivo a la hora de elegir al ganador del premio y te sacó de toda posibilidad de victoria». P. está decepcionado por el desenlace de aquella parte de la historia, dice, pero, sin embargo, dice que está allí por algo mucho más importante. El escritor de provincias, sorprendido por la posibilidad que se abre con semejante afirmación, invita a P. a pasar hasta su cocina, donde P. puede comprobar que sobre una mesa de cristal imponente se encuentra el ordenador —es obvio que tiene mucho más de diez años y necesita ser cambiado— en el que se puede ver el archivo con el que trabaja el escritor de provincias que contiene más de ciento ochenta mil palabras y lleva por nombre un pomposo «mi gran novela americana». El escritor de provincias le ofrece un café a P., pero éste no lo acepta, dice que tiene prisa y que sólo ha venido porque tiene necesidad de hablar con él después de haber leído su cuento sobre la familia guineana y haber encontrado ecos de una historia que P. también conoce y que, de alguna manera, también ha escrito en muchos de sus cuentos y novelas. En ese momento, el escritor de provincias recuerda que incluyó en su cuento una referencia a Santa Fe para que P. relacionara aquel cuento con su propia vida y asumiera como propio todo el relato y, de esta manera, se viera obligado a buscar al escritor de provincias para hacérselo saber. Pero no, el escritor de provincias se equivoca, no era eso. P., de cualquier manera, no recuerda que en el cuento del escritor de provincias apareciera ninguna referencia a Santa Fe y, además, insiste, no estaría allí por eso. P. está allí porque dice que también conoció a una chica de Guinea en Göttingen a la que su familia intentó convencer de que no fuera a cursar sus estudios en dicha ciudad porque «aún no han llegado los Levi’s a las tiendas de ropa». La cara de P. se encuentra pálida después de recordar esas palabras, que ha pronunciado a una velocidad menor al resto de sus intervenciones —unas intervenciones, por otra parte, atropelladas, pero siempre elocuentes—, aunque quizá la palidez puede deberse a la falta de costumbre al calor que suele hacer en esa época del año en la provincia del escritor de provincias incluso a esas horas de la mañana de un domingo, quizá, tampoco hay que descartarlo, sea porque intenta mostrar su asombro de una forma subliminal, porque, parece claro, desconoce la forma en la que el escritor de provincias pudo haber conocido y, por supuesto, pudo haber empleado las mismas palabras que aquella chica guineana utilizó hace ya más de veinte años en un lugar tan alejado de la provincia como los pasillos gélidos de una facultad de filología de la República Federal de Alemania.
El escritor de provincias y P. intercambian toda la información que poseen para cerciorarse de que la chica guineana no es la misma persona y no, no es la misma persona, pues cada una de ella tiene un nombre y unos apellidos diferentes a la otra y, después de realizar cálculos aproximados sobre sus fechas de nacimiento, da toda la impresión de que cada una de ellas nació en fechas distintas, aunque no muy alejadas en el tiempo, más o menos como el escritor de provincias y P., pues el escritor de provincias es sólo dos años mayor que P. Por lo tanto, parece que aquellas dos muchachas guineanas son dos personas diferentes, del mismo modo, porque esa fue la siguiente comprobación, que el escritor de provincias y P. son también dos personas diferentes. Aquí, en este momento, se miran y observan en silencio, sólo interrumpido por el ruido eléctrico del motor del frigorífico y el de un aparato que emite un sonido similar a los latidos de un corazón que, según le contaron en la ferretería al escritor de provincias, ahuyenta a las cucarachas y a las hormigas, para llegar a la conclusión de que también son dos personas diferentes. P. quiere que el escritor de provincias le explique cómo es posible semejante coincidencia, pero éste parece no poder hacerlo, aunque da la impresión de que no desconoce por completo el motivo que ha traído hasta su cocina a P. No lo había hecho antes, pero justo en ese momento, el escritor de provincias se fija en que P. lleva una camisa denim negra con un pequeño distintivo rojo en el bolsillo izquierdo en el que aparece escrita la marca Levi’s. Como se sabe, el escritor de provincias nunca ha comprado ningún producto de esta marca de ropa, pero, por lo que puede comprobar, P. sí lo ha hecho en el pasado y todo parece indicar que piensa hacerlo en el futuro, por lo que el asunto, al final, tiene que dirigirse hacia ese lugar sin que ninguno de los dos interlocutores pueda impedirlo: la importancia absoluta que aquellas dos familias guineanas de clase media-alta otorgaban a los productos elaborados y distribuidos por todo el mundo con el distintivo de la marca Levi’s.
«¿Es cierto que nunca has comprado ningún artículo fabricado por Levi’s?» pregunta atónito P. mirando las dimensiones catedralicias de la cocina en la que el escritor de provincias escribe sus textos en un ordenador que es más que obvio necesita un recambio después de más de una década de servicio. El escritor de provincias y P. se observan en silencio, del mismo modo que lo hace una de las hijas del escritor de provincias, la pequeña, apoyada en el marco de la puerta de la cocina. La niña lleva un pijama de Harry Potter decorado con murciélagos y palabras en latín, está descalza y se intenta colocar el pelo con las manos, aunque para hacerlo necesitará el cepillo un poco después, pero no ahora. La hija pequeña del escritor de provincias observa a los dos hombres que permanecen en silencio sentados cada uno de ellos en una de las sillas de madera que rodean la gran mesa de cristal. En realidad, los tres se miran sin saber que decir hasta que el viejo ordenador maúlla como un gato enfermo y, ante la estupefacción de los presentes, se apaga.