El vestíbulo del teatro Valle-Inclán. Marzo de 2015. Las personas se ajustan los abrigos antes de salir a la calle. Hemos visto La pechuga de la sardina de Lauro Olmo en la Sala Francisco Nieva. Estoy apoyado en una de las paredes del vestíbulo. Mientras espero, observo entretenido el ir y venir de los espectadores. Algo llama mi atención. Un grupo de personas al lado de la puerta me señalan y cuchichean. Al darse cuenta de que los estoy mirando bajan la cabeza, como si me saludaran. No los conozco. Yo no vivo en Madrid y nunca he visto a esas personas. Intento mirar hacia otro lado. Disimular mientras disfruto de la espera observando a los que van y vienen, como antes, como hace un momento, pero no puedo. Los extraños me siguen mirando hasta que una de las chicas del grupo comienza a caminar hacia mí. Viene sonriendo. Tiene el pelo rizado. Tinte violeta. «Hola», me dice, «nos estamos preguntando si usted es Miguel del Arco». «Ah», digo. «Queríamos felicitarle por su trabajo». «No», interrumpo, «no, no lo soy. Lo siento. Ya me gustaría, pero no, no soy Miguel del Arco». «Disculpe entonces, lo siento. Pero es que se parece muchísimo. ¿No se lo habían dicho nunca?» La chica se ha ruborizado y, para disculparse, me agarra el brazo derecho. Me hace sentir incómodo. «No, nunca», le digo. «Es la primera vez que me confunden con él». «Disculpe, por favor», dice antes de marcharse de vuelta. En el camino de regreso, les va diciendo no con la cabeza a sus amigos, que se ríen al verla llegar. Algunos del grupo me miran por última vez antes de salir por la puerta del teatro. Quizá no convencidos del todo de que sea verdad lo que yo he dicho. Quizá pensando en que he mentido sobre mi identidad.
La función por hacer es una obra de teatro interrumpida que convierte a los espectadores en participantes de la función. Los espectadores somos entonces personajes de la obra. Todos somos personajes abandonados por el autor, con nuestra obra inacabada a cuestas, con nuestra conciencia intranquila. Estamos también en un vestíbulo, en el vestíbulo del Teatro Lara. Todos, entre las columnas de hierro: los actores, los que interrumpen y el público. Es una obra pequeña, muy pequeña. «Vamos a hacer una versión de Pirandello con seis intérpretes, un cuadro y un banco» dice Miguel del Arco. Se ha programado en el off del Lara, sólo fines de semana y cerca de medianoche. Es diciembre de 2009. Ellos, los de Kamikaze, no lo saben, pero, de alguna manera, están cambiando la historia del teatro español.
«Estamos buscando al autor. ¿Alguien ha tenido que escribir esto?». Porque, ¿quién es el autor de mis palabras? ¿Quién soy yo? Las preguntas se amontonan mientras nos dejamos llevar por la magia de esta adaptación de Seis personajes en busca de autor. Una obra que incluye todo lo necesario para ser imprescindible. Cuando se estrena en 2009, son tiempos de crisis económica, una crisis que durará muchos años y que hace necesario un teatro nuevo. Un teatro despojado de las vestiduras lujosas del dinero. Un teatro puro que lleve al público a un lugar diferente. Un teatro que le diga al público aquello que no quiere escuchar. Un teatro que ponga al público en un lugar incómodo. ¿Quién soy? ¿Quién soy yo?
La palabra «identidad» proviene de la palabra latina «ídem», que significa lo mismo, lo que se repite siempre igual. No recordamos nuestro nacimiento, pero compartimos la ilusión de que somos lo mismo siempre. Creemos que no cambiamos a pesar de conocer que nadie se baña dos veces en el mismo río. Creemos que hay algo en nosotros que se repite siempre, que es idéntico, pero sabemos también que no tiene ninguna lógica el hecho de ser. Quizá la identidad sólo sea un relato que nos contamos y que nos cuentan a nosotros mismos. La identidad es una narración, y el arte, y la literatura, como manifestación artística, es una propuesta de búsqueda de sentido que pone a la identidad, no tanto en el lugar de la verdad, sino en el lugar del asombro, en el lugar de la emoción, en el lugar de la perplejidad.
Por eso, quizá debería haber dicho «soy Miguel del Arco». De este modo, la chica de pelo violeta se hubiera alegrado y hubiera invitado a sus amigos a que se acercaran. Me habrían dado besos, habríamos estrechado las manos, puede que incluso me hubieran pedido que firmara sobre la entrada del espectáculo. Me habrían preguntado sobre mi tarea, sobre mis proyectos futuros, y me habrían preguntado, sin duda, sobre La función por hacer. Quizá alguno de ellos me diga que le cambió la vida, que fue una epifanía, que siempre había buscado entretenimiento y, después de ver aquella obra, se percató de que no necesitaba más, que ya estaba demasiado entretenido en el día a día. Miguel del Arco, yo, le daría las gracias. Le hablaría sobre el concepto de realidad en el teatro y fuera del teatro. Y sobre el hilo y la aguja, sobre los elementos necesarios para coser los dos lados de la realidad, sobre la escasez de palabras para poder entender el vacío. Le diría, para despedirnos, que La función por hacer habla del sentido del arte y, asumiendo que ésta es la máxima expresión del alma del ser humano, del sentido de nuestra propia existencia.
Soy Miguel del Arco. Estoy apoyado en la pared del vestíbulo del teatro Valle-Inclán. Es marzo de 2015. Hace bastante frío y las personas ya se han puesto sus abrigos y bufandas. Se los ajustan antes de salir a la calle. Hemos visto una obra de Lauro Olmo donde varias mujeres viven en una pensión. Ya es de noche. Por las puertas de cristal del teatro puede verse la luz artificial de las farolas. La plaza de Lavapiés concurrida. Motos ruidosas y coches tocando el claxon, con mucha prisa. El ir y venir de la noche del sábado hacia el restaurante o el bar de tapas para mantener la conversación sobre el espectáculo. Bebemos cervezas mientras picamos cualquier cosa. Luego bebemos bourbon. Yo, Miguel del Arco, digo La función por hacer habla de la posibilidad de existir, del sentido de la existencia, y se resignifica y nos resignifica todo el tiempo.
Ahora es 9 de enero de 2010 y soy Marcos Ordóñez. He escrito una palabras en El país. «Fui al Lara. Salí entusiasmado. Desde entonces se la recomiendo a todo el mundo. No soy el único. La función arrancó en sesiones de medianoche, puro off, los fines de semana, en el vestíbulo. Su excelencia empezó a correr de boca en boca, de tal modo que la dirección del teatro (¡bravo!) la pasó a horario normal, a las diez. Lo que tenía que durar unos pocos días, casi a guisa de experimento, lleva ya más de un mes en cartel. Hablando de durar: es mentira eso de que «sólo lo fugitivo permanece y dura». Lo que dura es lo que está hecho para durar. Con alma, corazón y vida, como el bolero. Cuando salí, me dije: «Parece una compañía argentina». Por lo buenísimos que son todos. Por el vigor, por la intensidad. Y por la necesidad. Tenían unas ganas locas de hacer este espectáculo, como fuera. Sin escenografía, sin atrezzo. A pelo. «Sólo los actores y la palabra viva», como dice su responsable, Miguel del Arco».
«Sólo actores y la palabra viva». Eso es lo que somos, una función por hacer.
Tomo nota del libro. Que disfrutes la fiestas y que el 2022 venga lleno de cositas buenas. Un saludo.
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Lo mismo te deseo. Feliz año nuevo.
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