Artículos Literatura

El fin de la abundancia (3)

Emmanuel Macron appelle à «l’unité» face
à «la fin de l’abondance» et «de l’insouciance».
Le Monde. 24/08/2022.

08.08.2022

Hace algunos años me acerqué a Madrid para ver una exposición de las vanguardias rusas. Para decir toda la verdad, fui por una pequeña muestra de cartelería de la URSS que formaba parte de la exposición. Sin embargo, el motivo de la visita se convirtió en otro cuando me encontré ante un imponente cuadro llamado Los sirgadores del Volga. Nunca había oído hablar de ese cuadro y no podía entender por qué estaba allí. Su relación con las vanguardias no parecía muy próxima, pues se pintó en torno a 1870, pero, qué importaba. A pesar de que no era lo que había ido a buscar, se convirtió para siempre en un símbolo de la clase trabajadora. Supe que en aquellos hombres quebrados que arrastran sus pies sobre la arena está nuestra identidad. No solo lo que fuimos en el pasado, sino también lo que somos ahora. Salvando, por supuesto, todas las distancias relativas al confortable y discreto encanto de esa burguesía a la que, en ocasiones, creemos pertenecer cuando miramos los pingües rendimientos obtenidos por nuestro trabajo. Nada de eso importaba. Lo único cierto era que el resto de la exposición pasó a un segundo plano —incluida la bellísima cartelería—, porque no pude apartar los ojos de esos hombres exhaustos y dignos que me miraban a través del tiempo para recordarme lo que somos.

Pienso en ese cuadro de manera habitual, por lo que no fue extraño que pensara en Los sirgadores del Volga cuando los vi al llegar a la playa, ya que, para acceder a ella, debíamos pasar delante de unos restaurantes situados frente al puerto deportivo. No son sirgadores, sino camareros, pinches de cocina, quizá también puede haber algún cocinero. Muchachos y muchachas con una mirada parecida a la de los hombres del cuadro. Una mirada jadeante, desubicada. Muchos de ellos comen pasta desparramada con poco cuidado sobre un plato blanco. Unos pocos lo hacen sentados en las mesas sin vestir de los propios restaurantes, pero la mayoría se ha sentado sobre piedras en los alrededores o sobre el suelo con la espalda apoyada en las paredes traseras del local. La mayoría come en soledad, acompañados por sus teléfonos móviles, que refulgen en sus manos y, en ocasiones, los hacen sonreír. Beben refrescos enlatados, sin vaso, y no lloran como la camarera de Aix-en-Provence, aunque parecen tan solos como ella.

Son casi las seis de la tarde y aquellos trabajadores parecen los restos de un naufragio. Son muy jóvenes y, la mayoría, racializados. Deseo que estén en Beaulieu-sur-mer para obtener el dinero suficiente con el que pagar sus estudios durante el invierno. Lo deseo mientras me doy cuenta de que son invisibles, de que nadie de los que pasa a su lado les hace caso. Por un momento comprendo que yo podría ser uno de ellos. Comprendo que, en el fondo, soy uno de ellos. Otro elemento de decoración del gran teatro del mundo. Un pequeño grano de arena que sostiene una sociedad tan roñosa como estos restaurantes que pretenden ser elitistas a pesar de que solo son chiringuitos de playa. Quizá para olvidar que somos uno de ellos, los turistas preferimos mirar a los yates amarrados en el puerto. Por eso, nadie se percata del contraste entre los colores claros de los manteles y la piel oscura de los jóvenes trabajadores. Un color oscuro que se acentúa por la camisa blanca que algunos se han quitado para colgarla en una percha. Una camisa blanca que necesita seguir limpia para el turno de tarde. Una bandera ingenua movida por la brisa.

Los dejamos atrás mientras caminamos sobre unas alfombras azules que impiden que las pequeñas rocas que conforman la playa se claven en nuestros pies. La playa no es demasiado grande. Está encajada en un acantilado. Tiene palmeras y pinos que nos prestan su sombra para guarecernos del sol. Al volver a casa, nos daremos cuenta de que las hojas en forma de aguja caídas de los pinos se han adherido a nuestras toallas y se convierten luego en pegajosas costras imposibles de eliminar sin agua, pero no nos importa, porque estamos de vacaciones y el mar está en calma porque otros trabajadores construyeron en el pasado diques que contienen los embates de las olas. El agua, además, no está muy fría y aun así nos refresca.

En la playa poco concurrida solo hay personas de eso que llaman «clase media». No hay presencia de burgueses ni, por supuesto, de personas de clase privilegiada. En realidad, los turistas que compartimos playa somos asalariados que disfrutan de sus días de descanso, aunque hayamos creído otro destino en algún momento. Algunos de ellos tienen perros y dejan merodear a los animales por las toallas, las sillas de camping y las neveras metálicas. La mayoría de los turistas, sin embargo, están sentados debajo de los árboles en toallas y toman aperitivos que acompañan con vino rosado en copas de cristal. No hay vasos de plástico ni latas de refresco. Ni camisas blancas en perchas. No somos camareros de chiringuito, aunque de algún modo lo seamos y no queremos saberlo. Nos lo recuerda el calor pegajoso como los pinos y los yates que se mecen a lo lejos y que jamás podremos poseer.

Aunque sea tarde, decidimos visitar Niza para ver el museo Chagall. Apenas tenemos una hora para poder ver las obras expuestas del pintor ruso en el museo, pero decidimos llegar hasta allí. Cuando lo hacemos, pienso en que quizá también hubiera cuadros suyos en aquella exposición de Madrid en la que vimos Los sirgadores del Volga, pero no puedo recordarlo, porque mi recuerdo solo contiene el cuadro de Iliá Repin. Los gestos amables de los hombres atados. El barco difuminado. La arena de la playa. Las nubes tristes.

El museo Chagall es pequeño, pero ofrece un espacio limpio en el que destacan las intrigantes obras del pintor ruso. En un principio no me parecen gran cosa. Trazos demasiado toscos y una técnica muy rudimentaria en apariencia, pero a los pocos minutos encuentro en ellos una belleza extraña, como si hubieran sido pintados por un loco o por un niño. Parecen una aproximación ingenua a la religión con pinceladas imprecisas, pero son mucho más. Algunos de los grabados expuestos son, sin duda, fascinantes, del mismo modo que las vidrieras azules que iluminan el salón de actos con un fulgor torpe.

Cuando cierran el museo, nos acercamos al centro de Niza para comprobar que es muy parecido a otros centros de otras ciudades. Lleno de franquicias y turistas despistados que abarrotan unas avenidas que desembocan en el mar. Cerca del mar, sin embargo, en la ciudad vieja, hay callejuelas sombrías y edificios bellos, de otro tiempo. Calles que no se parecen las unas a las otras, no como el paseo marítimo, lleno de turistas tomando la misma fotografía al mismo tiempo. En el paseo hay unas sillas metálicas dispuestas de tal manera que uno puede contemplar el mar desde ellas. Son sillas individuales muy parecidas a las butacas de cine, que, por supuesto, están ocupadas por turistas. La imagen desde atrás es tan grotesca que casi parece poética.

Antes de encontrar aparcamiento, circulamos por calles aledañas a las grandes avenidas del centro. Apenas había en ellas turistas ni mujeres, solo hombres negros o de rasgos árabes que parecían custodiar el terreno. Estaban solos y no daba la impresión de que estuvieran haciendo más que estar en la calle. Algunos llevaban vasos de plástico con lo que parecía café. Otros solo miraban a los coches que, como el nuestro, circulaban despacio buscando un lugar en el que detenerse.

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