Emmanuel Macron appelle à «l’unité» face
à «la fin de l’abondance» et «de l’insouciance».
Le Monde. 24/08/2022.
10.08.2022
Cannes huele a tubos de escape y a los neumáticos calientes de los coches de los turistas. Huele a gente como nosotros, a veraneantes que sueñan con mitos del cine, pero no hay rastro de Bergman, ni de las actrices rubias, ni de la magia de lo que deseamos en la adolescencia.
En las inmediaciones del Boulevard de la Croisette, los semáforos no funcionan y, por lo tanto, para continuar el camino hay que buscar la comprensión tanto de los otros conductores como de los peatones. Si esa buena voluntad no comparece, puedes vivir escenas rocambolescas. Un motorista me pita en varias ocasiones porque no atravieso un paso de peatones inundado de turistas. El tipo de la moto aprieta el claxon y mueve los brazos en medio de un enfado que me provoca ternura. ¿Por qué se enfada si estamos en agosto y brilla la tarde luminosa? ¿Dónde se puede ser más feliz que aquí y ahora? Cuando por fin se decide a adelantarme, y a cruzar el paso de cebra lleno de personas, se gira y me dedica un gesto amenazante al que respondo con una sonrisa. Mi sonrisa le cabrea más aún que la matrícula española de mi coche que quizá es el motivo principal de su enfado. No me ve preparado para conducir entre turistas como lo hacen los nativos. Y no le falta razón.
Después de más tiempo del deseado, llegamos a nuestro destino. Por suerte, conseguimos aparcar el coche casi al final del Boulevard de la Croisette. Luego comenzamos a caminar hacia el palacio de congresos donde se realiza cada mayo el Festival de cine. Mientras caminamos, la playa queda a nuestra izquierda. Está llena de turistas que se refrescan con el agua del mar, aunque solo en algunos tramos. Descubro con sorpresa que se suceden tramos públicos de playa, llenos de bañistas, junto a otros privados en los que apenas hay nadie. Sonrío porque uno de los tramos privados se llama Martínez, que es también el nombre de uno de los hoteles de la zona. El hotel, de un tamaño imponente, tiene ese apellido en letras enormes sobre la cubierta del edificio. Sin que pueda evitarlo, me recuerda a aquel personaje de El Jueves llamado Martínez, el facha. Por un momento, pienso en que quizá ya no sea facha y ahora sea dueño de este hotel y me hace mucha gracia. Pienso también en el tipo de la moto de hace un rato. Quizá su enfado se deba a que cree que los españoles, como Martínez, le hemos llenado la ciudad de turistas, y nadie soporta a los turistas, porque somos una manada furiosa, una multitud que camina en todas las direcciones al mismo tiempo, que come helados que llaman italianos y venden en camionetas, pero que de italianos solo tienen el nombre, y que no tenemos respeto ni siquiera por las fuentes decorativas del Boulevard de la Croisette. A una de ellas se han subido dos jóvenes para quitarse la arena adherida a sus pies. Ríen mientras ensucian la fuente con la arena de la playa. El neorrealismo italiano traído al presente. Los muchachos visten ropa deportiva y gorras de béisbol negras en las que anuncian marcas con letras blancas. Todo parece falso, excepto su sonrisa despreocupada y sus pies sucios de arena. Agosto en Cannes. Ni una nube en el cielo. Ni una estrella en el suelo. Sé que si tuviera treinta años menos también estaría encima de la fuente lavándome los pies con una sonrisa desafiante, pero ya no los tengo, y me alegra comprobar que no solo no culpo a los muchachos, sino que los comprendo, porque yo también estuve allí, en la juventud, en ese país remoto. Ellos no pueden saber lo bien que me acuerdo de cuando íbamos a llevarnos el mundo por delante.
Por supuesto nos hicimos la fotografía en la alfombra roja. Mientras posaba, pensé por un momento en que por allí había estado en alguna ocasión Bergman, quizá acompañado por Bibi Andersson o Gunnel Lindblom, y fui feliz. En según qué contextos, me da vergüenza confesar que Bergman es mi director de cine favorito, que veo sus películas —sobre todo las de los años 60— cada poco tiempo y que siempre me aturullan y me hacen pensar en aquello que me incomoda. Me provoca vergüenza porque tengo la sensación de que, de alguna manera, puede parecer una pose. Amar sus películas es colocarme en un lugar que no me corresponde, ni por educación, ni por estrato social. Lo curioso y formidable del asunto es que sus películas me deslumbraron cuando era un adolescente que vivía en una barrio periférico de una ciudad de provincias que no tenía ni idea de lo que sus películas significaban en la historia del cine. Ver El séptimo sello cambió mi vida. Ver Fresas salvajes la volvió del revés. Cuando vi Persona supe que nunca nadie podría contarme eso que yo sentía de una manera mejor que Ingmar Bergman. Pienso, mientras sonrío a la cámara encima de la alfombra roja de los turistas, en que alguna vez estuvo aquí, subiendo esta escalera, caminando por este paseo y, de alguna manera que no sé explicar, me siento pleno.
En la parte alta de la escalera del Palacio se ve la silueta recortada a tamaño real de grandes astros del cine. De manera sorprendente, Pedro Almodóvar, Penélope Cruz y Javier Bardem están justo en el centro de un montón de estrellas estadounidenses y alguna estrella local, como un viejo y bello Alain Delon. Veinticinco personalidades de la industria cinematográfica —la mayoría actores o actrices— y los que ocupan el lugar predominante son tres españoles. Quizá por eso también se enfadó conmigo el tipo de la motocicleta. Luego me acordé de la opinión que se tiene en gran parte de España de Almodóvar, Bardem y Cruz y me dio la risa. Pienso en lo difícil que sería explicar a un francés que en España habría personas ofendidas al ver a tres de sus compatriotas en ese lugar de privilegio. Pienso en que España es un país inexplicable.
Como ya no había mucho más que ver, regresamos hasta el coche por la otra acera del Boulevard de la Croisette. Allí nos tropezamos con los hoteles gigantes, como el Martínez, y con las tiendas de artículos de lujo. También, claro, con algunos coches caros aparcados de mala manera encima de las aceras o sobre los pasos de peatones. El conjunto tenía un punto de vulgaridad y mal gusto, y también de impostura y exhibicionismo triste. Algunos de los coches caros eran elegantes y bellos a su manera, otros, por el contrario, eran ridículos y poco prácticos, igual que los productos que vendían en esas tiendas exclusivas, con las puertas cerradas y el señor trajeado detrás de un cordón rojo, que mostraban productos muy parecidos a los que puedes comprar en Zara o H&M. Eso sí, por bastante más del triple de su precio.
Por la calle nos cruzamos con algún hombre y alguna mujer atractiva, vestidos con gusto y elegancia, pero son los menos. Todo es tan corriente como en cualquier otro lugar de veraneo. Lo ordinario ocupa el Boulevard de la Croisette y parece justo que así sea. Hemos venido para ver algo excepcional, pero solo nos vemos a nosotros mismos. El glamour estará escondido en algún lugar inaccesible, pues estoy seguro de que Cannes tendrá espacio para lo exclusivo, pero no está, por supuesto, a nuestro alcance.
Después nos acercamos hasta Antibes. Un pueblo, en principio, opuesto por completo a Cannes en lo referente a exclusividad y privilegio. Sin embargo, lo primero que nos encontramos fue una Médiathèque Albert Camus, con un retrato enorme del escritor. Más privilegio, imposible. Después una calle peatonal que nos lleva al centro viejo del pueblo, repleto de restaurantes, heladerías y turistas. Las calles tienen un encanto teatral, casi parecen un decorado lleno de puertas de colores y macetas luminosas. En el puerto, hay un pequeño paseo por la muralla que desemboca en una enorme escultura de Jaume Plensa. Un cuerpo humano construido con letras que mira al mar. Un cuerpo humano vacío, en el que puedes meterte para buscar protección mientras la brisa nocturna baja poco a poco la temperatura. Una inquietante memoria de nosotros mismos. Nómada se llama la pieza. Quizá podría llamarse Turista o Planeta solitario.
Regresamos de noche por la autopista. Vemos las laderas de las montañas iluminadas casi al completo. Casas y construcciones por todos los lugares imaginables. Luces y más luces en la noche de agosto, pero insuficientes para llenar el vacío de esa escultura de Plensa que somos. Cuántas palabras, cuántas nomenclaturas para un mismo desconcierto.