Fue enfrente de La Minerva. Un viernes o un sábado por la noche. No sé cómo ni por qué motivo fui consciente por primera vez de mi propia muerte. Debía tener en torno a dieciocho años y, hasta ese momento, nunca me lo había planteado. Ya era consciente de la muerte de los demás, a pesar de que a mi alrededor apenas si había causado estragos por aquella época, pero era tan joven y fuerte que creía que la muerte afectaba a todo el mundo menos a mí.
Quizá aquella idea de inmortalidad estaba reforzada porque vivía dentro de la ficción televisiva, donde la muerte era un espectáculo que, en ocasiones, era interrumpido por la publicidad. Pasaba muchas horas mirando aquel electrodoméstico y cantaba embobado las canciones de los anuncios mientras soñaba con tener una casa de dos plantas rodeada por un jardín. Encima de la puerta del garaje iba a colocar una canasta y tocaría mi guitarra en el porche al atardecer.
En los años ochenta, mis hermanos y yo jugábamos a «adquirir» los productos anunciados en la televisión. Nos los repartíamos por orden y el objeto que se estuviera anunciando era para nosotros cuando aparecía en nuestro turno. Me sentía triste cuando me tocaba un detergente o un frigorífico. Sin embargo, era muy feliz cuando me correspondía un coche. Un SEAT 131 Supermirafiori. Aquel coche con aquel nombre tan extraordinario me fascinaba. Todavía hoy lo hace.
Los pensamientos intrusivos casi siempre venían del exterior y estaban siempre dirigidos a provocar miedo. Un miedo indefinido y constante. El Nevado del Ruiz y aquella niña muriendo delante de nosotros en la televisión o la conversación de Paquirri con el doctor en Pozoblanco habían convertido a la muerte en un entretenimiento, de tal modo que todo lo humano comenzó poco a poco a convertirse en ajeno para nosotros. Eso sí, el miedo indefinido y constante estaba allí, con nosotros, en la posibilidad de una guerra nuclear entre la URSS y EEUU, en el día después de las películas de catástrofes, en las invasiones alienígenas, en lo poco que supimos de la radiación perpetua de Chernobyl, en la amenaza del SIDA, en la información confusa sobre el fin del milenio y en la funesta y silenciosa amenaza de la República Popular China.
Ese miedo indefinido ha ido aumentando con el paso de los años y solo lo aplacamos comprando objetos que no necesitamos. A pesar de que las grandes superficies tardaron mucho en llegar a Extremadura, cuando lo hicieron, nos ayudaron a calmar nuestra ansiedad, nuestro olvido momentáneo de la muerte. «¿Y si la muerte no fuera otra cosa que ruido? Un ruido eléctrico que oyéramos eternamente. Un ruido omnipresente, uniforme, de fondo» dice Babette, una de las protagonistas, en uno de los momentos más trascendentes de Ruido de fondo, la novela que Don Delillo publicó en 1985, mientras yo miraba anuncios en la televisión, y en la que describe la vida occidental contemporánea con una lucidez desarmante.
El balón para este encuentro ha sido donado por Cafetería Acuario.
«No huyas de ti mismo», dice Montaigne. «La muerte es parte de ti. Tu vida ha sido la construcción de tu muerte. Todos los días van hacia la muerte; el último la alcanza». La muerte siempre ha preocupado al ser humano y la forma en la que nos hemos enfrentado a ella ha ido evolucionando con el paso del tiempo. En la antigüedad, lo hacíamos con la ignorancia y, poco a poco, la fuimos acechando gracias a las creencias religiosas que prometían una vida eterna después de morir. Don Delillo corrobora en esta novela que en el mundo contemporáneo no tenemos nada para defendernos de la muerte, pues la religión se ha difuminado entre los anuncios de desodorantes y las visitas lastimeras a los centros comerciales.
La publicidad, la alienación y el vacío se citan en esta novela narrada de manera lineal en la que asistimos a un año en la vida de Jack Gladney, un profesor universitario especializado en la figura de Hitler en un campus en el que se analiza a los iconos de la Cultura Pop. Seguro que en algún lugar de aquel campus se estudia «A day in a life», la canción de John Lennon que termina con aquel verso inquietante I’d love to turn you on.
José Luis Panadero. La garantíííííííííííííía.
Jack Gladney es un arquetipo del hombre actual. Se ha casado en varias ocasiones y tiene cuatro hijos/hijastros de distintos matrimonios. Ha alcanzado el nivel de adiestramiento académico más elevado en la sociedad, de tal modo que es profesor universitario y puede, por lo tanto, acceder a las comodidades que ofrece el consumo: la casa amplia con jardín, los coches familiares, los alimentos recomendados por la televisión, los electrodomésticos, los viajes o los libros, pero ninguno de estos bienes puede evitarle el miedo a la muerte.
La novela discurre con ese realismo radical de algunas novelas contemporáneas. Lo que nos cuenta Don Delillo es tan real, tan cotidiano, que nos provoca una extrañeza difusa. Por ejemplo, el escritor estadounidense intercala entre los párrafos anuncios publicitarios o incluye fragmentos de programas radiofónicos o de televisión. Esta intrusión en principio tan poco literaria es, sin embargo, una muestra de cómo la realidad acaba dentro de la ficción o de cómo la ficción acaba dentro de la realidad. Vivimos rodeados de aparatos eléctricos que nos hablan —la radio, la televisión y ahora también los teléfonos móviles—, del tal modo que podemos estar reflexionando sobre cuándo llegará nuestra muerte y, sin que nos demos cuenta, un anuncio publicitario interrumpe nuestros pensamientos con su musiquilla pegadiza y sus eslóganes inolvidables. Por no hablar de cómo las voces de los actores, de los periodistas o los tertulianos que hablan desde el otro lado moldean «nuestras» palabras hasta el punto de que sentimos que son nuestras y que, de alguna manera, gracias a ellas vivimos en una casa de dos plantas rodeada por un jardín con una canasta encima de la puerta del garaje.
Información ofrecida por Calzados Martín. Pintores, 25.
Todo eso y mucho más es Ruido de fondo. Una novela inabarcable en la que se satiriza la sociedad occidental contemporánea, repleta de contradicciones y pasos en falso, repleta de simulacros y de vacío. En La sociedad del espectáculo, Guy Debord escribió que la alienación ha llegado a tal grado que se ha convertido en una experiencia que lleva a los individuos a identificarse con las imágenes dominantes y a alejarse de su existencia real. Mucho de eso hay en Ruido de fondo y eso es quizá lo que aprendí aquella noche enfrente de La Minerva cuando fui consciente por primera vez de mi propia muerte. Debemos sobreponernos al miedo impuesto por la sociedad de consumo y escapar a la alienación que nos convierte en objetos de mercado. Aunque solo sea para disfrutar un poquito de nuestro pequeño paso por el mundo, leyendo, por ejemplo, esta novela.
Cafetería Okey. El combinado Okey. ¿OK?


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