Una fotografía en Zarautz

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La fotografía se tomó el 13 de abril de 1994 y la he visto cientos de veces en los últimos treinta años. Tengo los brazos cruzados y una mueca que intenta ser simpática al lado de un Golf que se ha averiado. La fotografía la ha hecho Inés, porque es la única que no aparece en ella. Juan Luis y yo miramos a la cámara, Agustín, apoyado en el coche, observa cómo regresa Txema desde las cabinas de peaje. Hemos pasado el peaje de Zarautz y el coche ha dejado de funcionar por una razón que no recuerdo. Nos dirigimos a Toulouse y llevamos viajando todo el día desde Cáceres. La tarde empieza a caer y aún nos queda un trecho hasta llegar a la estación de trenes de Toulouse. Allí debemos buscar una cabina que funcione con monedas y llamar a un número que llevamos apuntado en un papel para que Marc e Irene nos recojan y nos guíen hasta su casa. El mundo, entonces, parecía una película de espías y servicios secretos.

Durante los últimos treinta años he pasado por el peaje de Zarautz en muchas ocasiones y siempre he tenido el impulso de detenerme y conocer ese lugar que quedó retenido en la fotografía. Hace unos días he podido por fin cumplir aquel deseo. Y, aunque iba acompañado, una tarde durante unos pocos minutos he estado caminando solo por el paseo marítimo. Anochecía y el viento aún agitaba sobre las olas a los surferos. Con las manos en los bolsillos del abrigo, yo miraba las distintas esculturas que jalonaban el paseo y pensaba en la persona que era cuando tenía treinta años menos. 

Justo entonces, al pasar al lado de un banco de piedra, noté que alguien me llamaba:

—Oye, campeón, muy bien. ¡Eh!, muy bien. Todo bien.

El que me había hablado era un chico de unos veinte años vestido con esa ropa que solo se atreven a llevar las personas de la clase dominante. Tenía una melena ensortijada, como de otra época y de otras latitudes, y parecía claro que estaba borracho o drogado o las dos cosas al mismo tiempo. Cuando lo miré, el muchacho tenía una sonrisa estúpida en la cara y el cuerpo en tensión, como si estuviera preparado para escapar de inmediato. El chico no estaba solo. A su lado había dos muchachos más o menos de su edad que tenían una función gregaria en esta aventura. El que estaba más cerca del señorito también sonrió cuando les miré, pero el tercero estaba asustado, aunque tal vez solo sintiera vergüenza. Yo seguía con las manos en los bolsillos y, en ningún momento, pensé en decir nada ni, por supuesto, en utilizar la violencia física contra ellos. Solo esbocé una sonrisa cuando les miré. No sé en qué consistía el juego, pero solo sonreí y luego continué caminando. Supongo que ellos, cuando me marché, se reirían más y me pondrían en la lista de personas que habían «soportado» la broma con mejor talante. No lo sé. Tal vez también conocían la fotografía con el coche averiado en la autopista y me decían que no me preocupara, que todo estaba bien, que habían pasado treinta años y que, por fin, estaba en Zarautz, en un paseo marítimo vetado para gente como yo, con las esculturas de Dora Salazar o de Miguel Ángel Lertxundi y las tablas mojadas de los surferos. Tal vez el señorito me había dicho que era un tipo con suerte —campeón— por haberme cruzado por un momento con ellos. Un tipo con suerte con las manos dentro de los bolsillos del abrigo.

La noche cayó y los surferos abandonaron poco a poco un mar cada vez más bravío e ingobernable. Y volví a recordar la fotografía de la autopista. Las camisas de franela y las ilusiones guardadas en el maletero con las guitarras eléctricas. El señorito y los gregarios nunca lo sabrán —¿cómo podrían hacerlo?—, pero me fui tarareando una canción que nos gustaba mucho cantar a Agustín y a mí:

Lavando el dinero de la mafia
Apoyando al fascismo mundial
Amaos los unos a los otros
Dice el asesino

En la cocina la foto del papa
Dentro de la bandera nacional
Este amuleto ha de funcionar

Lucky man, lucky man for you
Lucky man, lucky man, lucky man
Lucky man, lucky man, lucky man
Lucky man, lucky man, lucky man
Lucky man, lucky man for you

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