La llamada, el último libro de Leila Guerriero, nos cuenta la historia de Silvia Labayru, una mujer argentina que en los años setenta militó en Montoneros y fue secuestrada, torturada y violada por militares de la dictadura argentina. Cuando fue secuestrada, Silvia Labayru esperaba el nacimiento de su primera hija, que nació a los cuatro meses de secuestro sobre una mesa.
Después de muchas vejaciones, torturas y padecimientos, fue liberada un año y medio más tarde.
Su exilio en España se alargó cuarenta años a pesar de las reticencias de muchos excompañeros de clandestinidad, que pensaban que algo debería haber hecho para seguir con vida. Ese «algo», obviamente, se refiere a «colaborar» con los militares para señalar a otros compañeros y desmantelar la organización a la que pertenecía. De las cinco mil personas que, entre 1976 y 1983, fueron secuestradas, torturadas y violadas en la ESMA sobrevivieron menos de doscientas. Silvia Labayru fue una de ellas.
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Leila Guerriero construye en su libro un puzzle gigante mezclando entrevistas con Silvia Labayru y con algunas de sus personas más cercanas. A veces se repiten historias, otras veces se matizan anécdotas y flota siempre durante la lectura una sensación de desequilibrio entre lo que sucedió y lo que los testigos recuerdan que sucedió. El aparente caos de las declaraciones de personas con más de sesenta años sobre los recuerdos de su juventud nos muestra las aristas de una historia que no parece clara ni pura ni limpia y que se mueve siempre en la frontera de la ambigüedad.
Lo único indudable es que Silvia Labayru sufrió en primera persona el terrorismo de estado de manera virulenta y prolongada en el tiempo. Los militares lo hicieron además desde el lado más oscuro del ser humano: con el propósito de dañar a las víctimas en lo más profundo de su ser, porque, según ellos, con las torturas y violaciones, solo pretendían «recuperarlos», «reeducarlos» y convertirlos en «personas de orden».
Leyendo los testimonios que aparecen en el libro, parece que la «recuperación» dependía en gran medida de la condición social del secuestrado: «(Las) personas recuperables tenían que cumplir patrones fenotípicos y también raciales y religiosos. Y ella encajaba perfectamente. No era judía, familia de militares, rubia, ojos celestes».
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La lucha de clases es uno de los temas subterráneos del libro. En principio, parece que no es importante, pero, leyendo con cierta perspectiva, da la impresión de que no se habla de otra cosa. Norma Susana Burgos, hija de una familia humilde de la ciudad de Mar del Plata, también sobreviviente de la ESMA, dice en el libro: «La cuestión de clase, sobre todo en el caso de Silvia, nunca se habla. Yo podía venir de una familia pobre, pero ella no. […] Esta cosa de clase existía. Astiz tenía un profundo desprecio por mí y por algunas compañeras. No lo tenía por Silvia».
Martín Caparrós, compañero en el Colegio Nacional Buenos Aires de Silvia Labayru, añade un poco más adelante: «Después de haber sido omnipotentes en cuanto a matar a los que se les cantara, decidieron que algunos podían seguir viviendo si se adaptaban lo suficiente, y los escogían con un criterio de clase, de un cierto estrato social parecido al de ellos. Y ella, de algún modo, se salvó y pudo entrar por esto de que cuando la agarraron estaba embarazada y por eso no la mataron».
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La historia que «no» se cuenta en La llamada tiene que ver con que los protagonistas pertenecen a las clases acomodadas. Muchos de esos peligrosos militantes de la organización clandestina Montoneros son hijos de las élites argentinas, educados en el Colegio Nacional Buenos Aires, que, llevados por las circunstancias históricas, militan en un grupo guerrillero para construir una sociedad en la que las clases sociales desaparezcan.
En su mayoría, estos jóvenes fueron secuestrados, torturados y violados, pero consiguieron salir con vida para contarlo. Y lo que resulta sorprendente no es tanto que dejaran la lucha armada, sino que también olvidaron sus ansias de una sociedad más justa para vivir de forma acomodada en el exilio de España. Silvia Labayru dice «No tuve que vender aros con una mantita en la calle, pude pagar el mejor colegio infantil de Madrid, vivía en un departamento alquilado en una zona buenísima, Prosperidad, con tres dormitorios y dos baños, teníamos coche. Cuando salí de la ESMA, mis padres se dedicaron a cuidarme y a ayudarme. Fueron unos abuelos divinos. Imagínate, de tener una hija muerta a encontrarse con que tenían una hija y una nieta vivas. Y me ayudaron económicamente lo que no se puede creer». Por supuesto, cuando la dictadura militar terminó, los que regresaron a Argentina también tuvieron una vida próspera bien lejos de las reivindicaciones por una sociedad más justa.
Los protagonistas del libro terminaron sus estudios y se convirtieron en fotógrafos, psiquiatras, empresarios, psicoanalistas o médicos. Sin embargo, por el camino, olvidaron la lucha por una sociedad sin clases sociales. Ya lo dijo Jaime Gil de Biedma con mucha gracia: «He sido de izquierdas y es muy probable que siga siéndolo, pero hace ya algún tiempo que no ejerzo». Los protagonistas de La llamada no solo no ejercen, sino que incluso se arrepienten de lo que hicieron en el tiempo que estuvieron militando. Para Silvia Labayru de aquella época «nada se salva: ni el trabajo en las barriadas humildes y las fábricas, ni la complicidad con los compañeros, ni las discusiones políticas, ni la ilusión de creer en algo más justo: nada». Resulta extraordinario que unos jóvenes que arriesgan su vida militando en una organización armada para conseguir el fin de las clases sociales lo olviden por completo para vivir la vida burguesa a la que estaban destinados. Así los vemos al principio y al final del libro, cuando los descubrimos hablando «en latín» mientras comparten un asado en la terraza de una casa del barrio de Palermo. También lo vemos cuando la hija de Silvia Labayru obtiene su primer trabajo en Vallecas y tiene que escuchar los lamentos de su madre: «Ay, no, Vallecas no». La propia Leila Guerriero termina por aclararlo: «La chica montonera que arrojaba bombas molotov contra las concesionarias e imaginaba el mundo ideal bajo la forma de un kibutz, ahora habla de barrios “buenísimos”, de revistas “buenísimas”, de las fiestas “buenísimas” que daban en Valsaín para ciento ochenta personas, padres y alumnos del liceo francés, y de los viajes “buenísimos” que hacían con ellos».
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La otra gran pregunta incómoda de su actividad guerrillera es que, según el libro de Leila Guerriero, ninguno de ellos estuvo involucrado en ningún asesinato. A pesar de que se movían siempre con una pistola y militaban en Montoneros, que según La llamada, «fue un grupo de extracción peronista, surgido en los setenta que, a mediados de esa década, se militarizó, formando el Ejército Montonero, y pasó a la clandestinidad» ninguno de los protagonistas del libro se vio involucrado en ningún atentado ni en ningún asesinato. «(Mi trabajo en Montoneros) -dice Silvia Labayru- consistía en reunir y organizar la información que recibíamos de los militantes y los milicianos acerca de donde vivían policías, gente del Ejército, marinos. La idea era tener una base de datos de los represores sobre los cuales se podían hacer acciones militares. Estaba ese trabajo administrativo, de recopilación, y estaba el trabajo de seguir a ciertos militares». ¿Esto también tiene que ver con la clase social? ¿Los que mataban por el fin de la sociedad de clases eran los más humildes de la organización? ¿Es posible que una vez acabada la lucha armada la responsabilidad de los asesinatos de Montoneros recaiga sobre los militantes que murieron, como Carlos Fassano, o los que provenían de la clase trabajadora?
Sobre este asunto, La llamada apenas hace referencias y tal vez esta carencia sea lo que los lectores necesitemos para llegar a nuestras propias conclusiones. Marta Álvarez, otra militante montonera que sobrevivió a la ESMA, añade: «Yo comparto muchas de las críticas a Montoneros que hace Silvia. Primero, no haber parado, no haber salido de la militarización absurda en la que estábamos. Y después, que la organización no cubría a los militantes. Se cuidó la dirigencia, se fueron a Europa y no solo dejaron solos a los militantes, sino a la gente del barrio o de las villas que no tenía ninguna posibilidad de zafar. Y ahí los dejamos. Bueno, yo digo «los dejamos», me hago cargo».
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Da la impresión de que el libro está escrito para el lector español, pues, a pesar de que hay ciertas referencias que solo los argentinos pueden comprender en su plenitud, (como las constantes citas a la casa paterna de Silvia Labayru en Libertador 4776, el Colegio Nacional Buenos Aires, el asado en una terraza «(que) corona un edificio de dos plantas que tiene una firme autoconciencia de su belleza con esa altanería refinada de las construcciones antiguas»), lo cierto es que una de las claves del libro solo puede entenderse en España. En España nadie puede ser seguidor del Barcelona y luego convertirse en seguidor del Real Madrid. Son dos mundos tan opuestos e irreconciliables que su tránsito es imposible. Silvia Labayru le dice a Leila Guerriero: «Soy del Real Madrid. Antes era del Barça. Y en eso llegó Zidane al Madrid, y en la final de una Champions en Glasgow hizo un gol famosísimo. Me enamoré y dije: «Desde ahora, soy del Real Madrid».
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Dani Yako, amigo cercano de Silvia Labayru, publicó un libro de fotografías en 2022 llamado Exilio en el que reúne imágenes tomadas desde 1976 hasta 1983, la mayor parte de ellas en España, a los protagonistas de La llamada. Dani Yako dice sobre su libro de fotografías: «Hay que dejar claro que eso fue lo que les pasó a ellos porque eran jóvenes, estaban juntos, tenían un oficio para ganarse la vida, padres que los sostenían, pero que no fue lo que le pasó a todo el mundo».
Estas palabras de Dani Yako pueden servir como colofón a un libro ambicioso de apariencia inocente, pero que, además de relatar las luchas por la utopía en los años 70, el papel secundario de la mujer en aquellos movimientos y la represión inhumana con que fueron aniquilados, arroja luz sobre la manera en que las élites se organizan para sortear los contratiempos que surgen en sus vidas.


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