Como señala el prólogo, el título de este libro se inspira en un EP de Sr. Chinarro del mismo nombre, definido como «un pellizco burlón desde el epicentro de un movimiento que avanzaba entre el entusiasmo, la precariedad, el hedonismo y el arribismo». Sin embargo, Pequeño circo es un título tan acertado para esta historia que uno solo se da cuenta de ello al terminarlo, especialmente al reparar en el adjetivo «pequeño». Con el libro en la mano, podría parecer que los personajes retratados en la cubierta son una muestra de la escena independiente de España durante los años noventa. Pero, a medida que avanzamos en la lectura, descubrimos que ese collage incluye a todos los «protagonistas» de esta historia, acompañados de un gran número de «extras». Al final, queda claro que apenas quince o veinte tíos manejaron toda la escena. ¿Cómo consiguieron estos pocos personajes crear «un circo tan grande»? Esa es una muy buena pregunta.
Para responderla, Nando Cruz desgrana la historia de un grupo de jóvenes –con una presencia femenina casi testimonial– que, a imagen y semejanza del rock anglosajón, creó una escena atractiva en términos artísticos que terminó generando beneficios económicos nada desdeñables. Los que se quedaron con el dinero fueron algunos que montaron sellos precarios aunque con grandes pretensiones, revistas especializadas en traducir el NME, festivales grandilocuentes pese a la falta de medios, fanzines irreverentes de tiradas escasas y salas de conciertos con equipamientos muy mejorables. Incluso algunos de ellos gestionaron distribuidoras que, en la mayoría de los casos, rozaban la estafa. Estos «emprendedores» se ganaron la amistad de un par de locutores de Radio 3 –enemistados entre sí– y de los directores de Rockdelux, asegurándose así un espacio en la industria musical que nadie había reclamado antes. Y, como eran tan pocos, se repartieron las ganancias como buenos hermanos.
El «montaje» publicitario alcanzaba un nivel cómico –y, en cierto modo, patético– cuando los responsables de algunos sellos escribían en Rockdelux o Factory reseñas sobre los grupos de sus propias discográficas o distribuidoras. Otros, aún más audaces, lanzaron revistas dedicadas exclusivamente a sus propios proyectos, a los que, por supuesto, siempre trataban con una pizquita casi despreciable de objetividad. Los más cínicos pasaron de fundar fanzines a trabajar para multinacionales, ayudando a cerrar el círculo de un sistema autocomplaciente, aunque con apariencia de abierto, inclusivo y, claro, sin ánimo de lucro. ¡Ay, el lucro!
Para quienes vivimos la escena desde la periferia, Pequeño circo ofrece una perspectiva que, unida a nuestro resentimiento, nos proporciona cierto consuelo. Sabíamos que aquello era una fiesta que llegaba para cambiarlo todo, pero nunca imaginamos que se tratara de una fiesta exclusiva. Lo cierto es que nos dejaron mirar, nos dejaron hacer bulto e, incluso, salir desenfocados en alguna fotografía de conjunto mientras tocábamos en sus salas. Es cierto también que pusieron nuestras maquetas en sus programas e incluso las reseñaron en sus revistas y fanzines, pero las invitaciones para entrar en la fiesta nunca llevaron nuestro nombre. Tal vez por nuestra falta de talento. Tal vez por lo lejos que quedaba la periferia. («En Madrid siempre ha habido un rollo muy cruel en el que la modernidad significa reírse de los demás y ser muy irónico. Si aparecía el típico indie de Badajoz emocionado por estar en el Maravillas, le mirabas con cara de, ¿este a qué viene?». Página 557).
Nando Cruz señala en su libro a algunos personajes que destacan por su grandeza. Entre los «empresarios» no son muchos, esa es la verdad, pero gracias a Pequeño circo podemos recordar a la gente de Pradejón, un municipio riojano dejado de la mano de Dios. Allí, Juan Ugarriza y Helena Gil con la Sala La Imagen y el Festival Serie B financiaron una parte de este «pequeño circo» con el único afán de disfrutar y difundir la música que amaban. Son, sin duda, Héroes de la Revolución con letras mayúsculas.
La mayoría de las bandas que nutren el libro también muestra una conducta admirable. Destacan los que ponen en primer lugar la búsqueda de un repertorio y un sonido sobre los que solo buscan llenar plazas de toros subidos en los camiones de los 40. En este capítulo brilla el episodio del frustrado «fichaje» de El Inquilino Comunista por RCA, que convierte también a los de Getxo en Héroes de la Revolución. Las conversaciones de los «jefes» de la multinacional con los miembros del grupo son hilarantes, sobre todo cuando intentan convencer a la banda con el señuelo de las giras por Latinoamérica de Hombres G. Es muy difícil no imaginar aquella conversación sin que te rías a carcajadas.
En lo que la mayoría de los grupos coincidía era en que la inocencia de sus primeras composiciones se equiparaba a la que les llevó a firmar contratos poco «independientes». Aunque lo asombroso es que, en unas condiciones tan adversas, algunos grupos (El Inquilino Comunista, Parkinson DC, Beef o Australian Blonde, por citar unos pocos) pudieron componer y grabar algunos discos que aún hoy mantienen su vigencia.
Pequeño circo es un libro lleno de aciertos, pero, sin duda, el más destacado es la maestría con la que Nando Cruz presenta la voz de unos y de otros en una atractiva conversación que nunca acaba. Esta conversación ayuda a entender el lugar que cada uno de ellos ocupa en esta historia, porque Nando Cruz deja hablar a los «empresarios» y a los músicos a lo largo de las páginas del libro para que podamos comprobar cómo de dolorosos resultan los contrastes.
En conclusión, este libro ofrece un recorrido por la historia de la música independiente de los años noventa, explorando las paradojas y contradicciones de sus protagonistas. En un contexto de lucha de clases y diferencias capital/periferia, la obra ilustra cómo nació un movimiento que redefinió la música popular en España. Además, Nando Cruz nos recuerda el esfuerzo, la pasión y, a veces, la ingenuidad de los músicos que, en busca de una nueva escena, terminaron atrapados por las mismas dinámicas contra las que habían luchado.
Y, finalmente, Pequeño circo nos muestra que el «sueño americano», en la contradicción definitiva, no estaba al alcance de todos, especialmente si cantaban en inglés. We will, we will follow…


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