Mercè Rodoreda

,

La primera vez que estuve en la Plaça del Diamant miré los edificios reconstruidos que conservan las viejas fachadas. Comprendí que la plaza ya era algo diferente —demasiados elementos cuadrangulares y modernos por los rincones— a lo que describió Mercè Rodoreda. No era el día de fiesta, ni colgaban banderolas de cuerdas atadas a los balcones, era una mañana de domingo soleado de septiembre. Tampoco sonaba la música de la orquesta —no me importa en qué forma / ni dónde, ni cómo, pero junto a ti— ni había recuerdos de tiempos mejores. Era una mañana de domingo soleado de septiembre. 

Sentado en un banco de la plaza, recordé que Mercè Rodoreda se tuvo que marchar al exilio después de la guerra. A pesar de no ser miembro de ninguna organización política, había escrito en catalán en diversas publicaciones de izquierdas y su madre le aconsejó que lo más prudente sería marcharse de España. Antes, mucho antes, la habían casado con un tío catorce años mayor que ella. Un tío de América. Un indiano del que ella se «enamoró» por correspondencia. Según parece aquel matrimonio sirvió para conservar, después de la muerte del abuelo, las posesiones familiares. Una gigantesca Torre en Sant Gervasi con un jardín repleto de flores donde la Rodoreda pasó su infancia. Aunque la escritora pertenecía a una buena familia burguesa —o tal vez por eso—, apenas recibió educación reglada. Su formación cultural e intelectual fue casi autodidacta. Aprendió mucho de su abuelo, de sus frecuentes visitas al Ateneo y, sobre todo, de las decepciones y las mentiras con las que vivió. De este modo, podemos decir que adquirió su formación del ambiente burgués y de los muchos libros que nutrían las paredes de la casa familiar. 

En el exilio francés, permaneció en París hasta la ocupación alemana, pero luego tuvo que viajar a Limoges y más tarde a Burdeos. Allí se mal ganó la vida cosiendo en una fábrica durante diez horas al día. Eso sí lo había aprendido en su infancia. Había aprendido a ser una mujer de provecho. Aguja e hilo. Durante ese tiempo apenas escribió nada. En España había dejado un hijo y también, por supuesto, dejó a su marido. Cuenta la leyenda que la escritora le mostró una carta amorosa de otro hombre para terminar con el matrimonio y su marido la hizo añicos para evitar la ruptura. Mercè Rodoreda reconstruyó la carta para poder conservar aquellas palabras de amor. Nadie sabe dónde está esa carta recompuesta, pero se dice que era una carta de Andreu Nin, uno de esos nombres míticos de la historia mítica de las primeras décadas del siglo XX. 

En Francia, Mercè Rodoreda se enamoró del «hombre de su vida». Ese hombre era un crítico literario y fue el que terminó de moldear a la escritora cuando pudieron escapar de la Francia ocupada para llegar a Suiza. En Ginebra siguió cosiendo para mantener a la nueva familia y convivió con otros muchos escritores. En sus tertulias fue afianzando su intuición literaria gracias a los conocimientos de la técnica que estos escritores le proporcionaron. Por desgracia, no tuvo apenas relación con escritores europeos. Leyó sus libros, eso sí, libros prohibidos por la dictadura franquista que ampliaron su visión del mundo, pero ellos, los exiliados, siempre vivieron en una España extranjera, en una pequeña España en Suiza. 

Mercè Rodoreda escribió gran parte de su obra en Ginebra —sus grandes novelas las comenzó allí— y leyó cientos de libros recomendados por su amante. Sobre todo, literatura francesa, de la que aprendió la importancia de la concisión, de la frase breve. Creó en el exilio el recuerdo ficticio de una Barcelona que —ella aún no lo sabía— ya no estaba. De este modo, cuando regresó, Barcelona la decepcionó de tal manera que se marchó a vivir a una casa de campo hasta su muerte. La ficción que había creado sobre su origen y su lugar de nacimiento no se correspondía con la Barcelona corrompida por el olor a sacristía que la impregnaba entonces. Aunque la verdad es que su retorno se produjo porque su amante murió, no por nostalgia de su tierra. El crítico literario terminó sus días en Suiza y ella pensó que debía regresar. Al poco tiempo, Mercè Rodoreda se enteró de que el crítico literario había mantenido durante años una relación amorosa con otra mujer. 

Cuando regresó, lo que hizo fue dejarse morir poco a poco mientras convertía en literatura sus recuerdos. Más o menos como hacemos todos. 

Deja un comentario