En el verano de 1952, Ingmar Bergman tenía treinta y cuatro años y aún no era, en sentido pleno, Bergman. No había alcanzado todavía la estatura simbólica del maestro que, años después, sería sinónimo de introspección, angustia y precisión formal. Ese verano, sin embargo, rodó una de sus obras más emblemáticas, Un verano con Mónica (Sommaren med Monika), una película que, pese a sus limitaciones —o tal vez gracias a ellas—, conserva intacta una pureza narrativa que conmueve por su economía de medios y su imperfección.
La primera vez que vi Un verano con Mónica yo debía de tener una edad cercana a la de sus protagonistas. Fue fácil, entonces, comprender el impulso que lleva a dos jóvenes a abandonar la ciudad, la familia y el trabajo en busca de un paraíso que solo puede ser provisional. Esa isla donde Harry y Mónica viven su idilio, sin relojes ni responsabilidades, era, más que un decorado, una posibilidad. Y también, como pronto se descubre, una trampa.
Con el paso de los años, y al volver a verla con la distancia que dan el desencanto y la experiencia, la película no ha perdido su fuerza. En la mirada de Mónica, en ese célebre plano frontal que Jean-Luc Godard no dudó en considerar revolucionario, aún late la promesa y el fracaso de toda huida. Mónica no es una víctima, ni tampoco un ideal romántico. Es contradictoria, «bella alegría animal», caprichosa, escurridiza, vulgar, apasionada, ordinaria, fría, instintiva, voluble… Tal vez nos atrapa porque no se deja domesticar ni por el relato ni por el espectador.
Cuando la cámara de Bergman se detiene en su rostro, no busca embellecerla, sino mostrar que es un espejo en el que vemos no solo el deseo, sino también las grietas del relato que intentamos construir sobre el amor, la juventud y la libertad. Tal vez lo que nos atrae de Mónica no sea ella, sino la posibilidad que encarna, tan seductora como imposible, de vivir sin afrontar las consecuencias de nuestros actos. La idea de vivir al margen del juicio de los otros y del peso de nuestra responsabilidad. Mónica representa ese instante en que uno cree que puede existir sin responder ante nadie, ni siquiera ante uno mismo. Ese momento en que puede amar, desear, marcharse, regresar —o no— sin tener que rendir cuentas.
Mónica no es tanto un personaje como un reflejo de nuestro propio deseo de escapar, aunque sea por una temporada. Escapar del calendario, del deber, del nombre propio, de la identidad que nos han asignado. Vivir, aunque sea una vez, sin mapas ni horarios y dejar que el verano dure lo que quiera. Mónica lo intenta. Y su intento frágil e imperfecto sigue hablándonos con cercanía. Tal vez porque en ese gesto —el de elegir el deseo por encima del deber, aunque solo sea un instante— reconocemos la pulsión de romper con todo, de empezar de nuevo, de habitar un espacio donde la vida no esté ya escrita.
Un verano con Mónica, en definitiva, no sobrevive solo como una obra temprana de Bergman ni como un hito del cine europeo de posguerra, sino como ese anhelo que todos, en algún momento, hemos sentido y que pocos se atreven a vivir. Mónica, con su mirada insolente, nos recuerda que hubo un tiempo en que creímos que la libertad era posible.


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