En 1990, Hertzainak publicó Amets prefabikatuak (Sueños prefabricados), un álbum que nos desconcertó por su tono más sereno y, sobre todo, por la canción que abría la segunda cara del disco. Esa canción, Aitormena, interpretada por Gari y acompañada por un cuarteto de cuerda, suponía un giro inesperado respecto al sonido rugoso y afilado de sus primeros trabajos. La canción era estupenda, pero parecía un cambio estilístico que desbordaba los márgenes de lo que sus seguidores esperábamos del grupo.
El comentario generalizado fue que los de Hertzainak se habían hecho mayores. Y no era falso. Gari, el más joven, rondaba los treinta, pero Josu Zabala, el autor de la mayoría de las canciones, se acercaba ya a los cuarenta. El rock’n’roll, música ligada a la juventud, siempre parece escrito por y para quienes tienen veinte años. Aquel disco nos gustó menos, porque tenía un sabor a despedida, a falta de riesgo, aunque, claro, a principios de los noventa, nadie sabía que Hertzainak, hicieran lo que hicieran, eran ya un grupo mítico.
Amets prefabikatuak habla precisamente del desgaste que impone el tiempo y del vacío que aparece cuando la efervescencia de la juventud comienza a disiparse. En el estribillo de la canción que da título al álbum se escucha: «Prefabrikatutako ametsetan / estadistikaren zeruan / borondatea itoa izan da / kontsumoaren ferian» («En sueños prefabricados / en el cielo de la estadística, / la voluntad ha sido ahogada / en la feria del consumo»). Y el tema concluye con una afirmación demoledora: «Behin dena nahi zuten hoiek / dagonarekin moldatzen» («Los que quisieron todo se las apañan con lo que hay»).
Hertzainak obtuvo con aquel disco una fama inesperada en Euskadi, donde se convirtieron en poco menos que celebridades, con todo lo que eso conlleva. En los años 90, aunque ahora sea muy difícil de entender, el éxito masivo de una propuesta cultural generaba sospechas. Muchos artistas se preguntaban en qué habían fallado para que su propuesta fuera aceptada por quienes formaban parte del sistema contra el que creaban. El impacto de Amets prefabikatuak y, especialmente, de Aitormena fue tal que, treinta y cinco años después, la canción sigue apareciendo en los lugares más insospechados. El tiempo lo trastoca todo y, fuera de su contexto original, Aitormena puede significar cualquier cosa. Aun así, soy consciente de que no me corresponde a mí explicarle a Alauda Ruiz de Azúa, nacida en Barakaldo en 1978, el significado de esta canción ni de qué es Hertzainak. Ella lo conoce mucho mejor que yo. De hecho, el 16 y 17 de diciembre de 2022 se celebraron en el BEC de Barakaldo dos conciertos multitudinarios de Hertzainak, previos al último concierto de la banda el 6 de enero de 2023 en Vitoria-Gazteiz, y tal vez la directora estuvo en alguno de ellos.
Toda esta introducción viene porque Ruiz de Azúa ha dirigido una película, Los domingos, cuyo desenlace incorpora como banda sonora la canción Aitormena de Hertzainak. En la copia que vi en el cine, la canción aparecía sin subtítulos y, por tanto, para quien no conoce el euskera resulta imposible establecer la relación que tiene ese tema con el cierre de la trama.
En castellano Aitormena significa «Confesión», un término que, en una sociedad como la española, marcada durante décadas por la imposición del catolicismo, remite de inmediato a su dimensión religiosa y enlaza, además, con una de las tramas centrales de la película. En ella se aborda el proceso de «discernimiento vocacional» —qué hermoso eufemismo— de una joven de diecisiete años que desea ingresar en un convento de clausura. La directora conduce el relato con maestría. Los personajes hablan poco, pero sus acciones —a menudo en tensión con esas palabras— van componiendo un mosaico que el espectador reconstruye de manera progresiva. Alauda Ruiz de Azúa trata al espectador con respeto. No nos indica qué debemos pensar, sino que nos ofrece acciones, palabras e imágenes para que extraigamos nuestras propias conclusiones. Así, contrapone las puertas cerradas del convento, que encierran a los personajes en estancias sombrías e inhóspitas, con la escena en la que la adolescente protagonista se besa con un chico en una habitación luminosa y, por supuesto, con la puerta abierta.
Los domingos es una película llena de sutilezas que se abre con unos ejercicios espirituales a los que asisten varios adolescentes. Allí, en los primeros minutos de la película, vemos por primera vez a las monjas. Las vemos cantando detrás de unos barrotes de hierro. Cuando avanza el metraje, el padre y la tía de la joven visitan el convento y son recibidos por dos monjas en una estancia cerrada, también protegida por rejas. En ese lugar la madre superiora afirma: «Esto no es una cárcel». A continuación, la película muestra el régimen de vida de las monjas en el convento de clausura. Las mujeres realizan diversas tareas relacionadas con la limpieza, la elaboración de comidas o la lectura de textos religiosos, pero siempre aisladas del mundo por muros y rejas. Apenas mantienen contacto con las personas del exterior y, durante el tiempo que abarca el filme, las monjas no llevan a cabo ni una sola de las siete obras de misericordia corporales. Ni dan de comer al hambriento, ni dan de beber al sediento, ni visten al desnudo, ni socorren a los que están prisioneros o en la cárcel, ni entierran a los muertos, ni visitan a los enfermos, ni acogen a los forasteros.
Según la doctrina católica «las monjas de clausura, lejos de ser seres ajenos a los avatares del mundo, se implican profundamente en él a través de su oración y contemplación. Viven en un estado de renuncia consciente, eligiendo la pobreza y la castidad, no como una negación del mundo, sino como una afirmación de una realidad más alta y profunda», pero en la película, una de las monjas le dice a la novicia que aquello es igual que un matrimonio. Aceptas casarte y obedecer a Dios igual que otras aceptan casarse y obedecer a un hombre.
Sin subrayados, la película muestra con realismo el camino que conduce a algunas mujeres hacia la vida conventual y la importancia que, en ese «discernimiento vocacional», tienen las «charlas» individuales a las que, en los colegios religiosos, se somete a menores de edad sin ninguna supervisión. Esa práctica —un adulto con una adolescente en una habitación cerrada— tiene un nombre. Y ese nombre, aunque no se pronuncia en la película, lo conocemos todos. Pero en la película no solo se habla de la religión católica y sus contradicciones, también se habla de la familia tradicional, y de la inercia con la que los adolescentes y los adultos nos conducimos por el mundo. La película se titula Los domingos, pero no porque la familia protagonista vaya a misa ese día señalado por la liturgia. Los domingos van a comer a la casa de la madre. Una mujer que se ha desvivido para que sus hijos —su hijo, sobre todo— pueda tener una vida cómoda. Su hija, la tía Maite, es el único personaje de la película que parece preguntarse qué es lo que sucede aquí. Es la única que parece preguntarse por qué seguimos dando vueltas en esta jaula, por qué no podemos dejar de ser esclavos de la rutina. Y eso nos lleva otra vez a la canción de Hertzainak que suena al final de la película.
Durante años, los seguidores del grupo hemos alimentado diversas teorías acerca del significado de Aitormena. La primera teoría es la interpretación literal. Una pareja que, tras convivir y amarse durante años, decide separarse para buscar la felicidad en otros lugares y, por lo tanto, necesitan «liberarse cuanto antes». La segunda teoría consiste en ver Aitormena como expresión del desgaste interno de la banda después de diez años de recorrido, una forma de anunciar su ruptura —que, curiosamente, se prolongó unos años más debido al éxito del tema—. La tercera teoría la vincula al consumo de drogas. Aitormena podría ser la despedida entre un adicto y su adicción, como tantas canciones escritas en aquella época sobre este mismo asunto. La última teoría es la que habla de vivir una vida plena fuera de las dinámicas del capitalismo. Una vida lejos del ruido de los números y de la alienación.
Más allá de estas teorías, lo único cierto es que no parece que haya en Aitormena muchas referencias al «discernimiento vocacional» o a la llamada de Dios —como tampoco parece haber muchas en Into my arms de Nick Cave, que también suena en la película—. Más bien, al contrario. Lo mismo sucede en Los domingos. Una película en la que se habla de una joven que quiere ser monja, pero también de cómo la familia tradicional reparte tareas alienantes y otorga privilegios y cómo ese desequilibrio acaba por ahogar a personas —casi siempre mujeres— como la tía Maite, que, siguiendo a Albert Camus, conoce «el conflicto entre el deseo humano de encontrar significado y propósito en la vida, y el silencio irracional y la indiferencia del universo».
Sea cual fuera la motivación de Josu Zabala al escribir la letra de Aitormena, la canción suena en el instante en el que las dos protagonistas de la película deciden su destino. Una opta por vivir encerrada en un lugar lleno de rejas, tareas alienantes y silencio, mientras que la otra —la excepcional Patricia López Arnaiz— decide «liberarse cuanto antes» y vivir una vida plena.
aitortzen dut izan zarela ene bizitzaren onena,
baina orain, maitia, lehen baino lehen aska gaitezan.
(confieso que has sido lo mejor de mi vida
Pero ahora liberémonos cuanto antes.)
Y nosotros sonreímos al verla en ese semáforo antes del fundido a negro. Qué película tan poliédrica y lúcida.


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