Lost in Translation

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Han pasado veintidós años desde el estreno de Lost in Translation (Sofia Coppola, 2003) y tal vez ahora, cuando estamos atrapados en el algoritmo buscando la esencia de lo que somos, podemos apreciar con más nitidez la extraordinaria fábula sobre el vacío que nos propuso la entonces joven directora estadounidense. Su tesis central —la imposibilidad de habitar un mundo que no sea extranjero— se articula mediante una metáfora simple, pero muy efectiva. Japón no es aquí solo un escenario exótico, es también el espejo de la existencia humana.

Por eso, los planos desde la ventana de la habitación de hotel no muestran paisajes, convierten la gran ciudad en un horizonte inalcanzable, un collage de luces y rótulos incomprensibles. La ciudad aparece como un teatro donde los protagonistas son espectadores de un mundo que los deja fuera, detrás del cristal, detrás de la voluntad de vivir, detrás de la lengua. A su alrededor, las personas hablan en un idioma ininteligible, los anuncios luminosos son herméticos y las costumbres locales —un hombre que ríe mientras canta los versos que no entiende de God save the Queen— solo sirven para acentuar la sensación de extrañamiento.

Los dos protagonistas pertenecen a las clases privilegiadas y gozan de las ventajas que la burguesía concede a sus miembros. Él ya no es joven y, por lo tanto, ha perdido hace años la inocencia. Sabe que el dinero, la posición social o la fama no significan nada. Ella es joven —demasiado joven para ser tan lúcida—, pero ya ha descubierto la impostura, tal vez mientras estudiaba Filosofía en Yale o en cualquier otro momento. Lo cierto es que ambos son conscientes de que están fuera de eso que llamamos mundo. Esa discrepancia entre la apariencia exterior —«estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna»— y la experiencia interior es la trama invisible de Lost in Translation.

Sofia Coppola filma la vida como algo lento, aburrido y redundante. Cenas desganadas, habitaciones de hotel impersonales, amaneceres inidentificables, piscinas cubiertas silenciosas y paseos incómodos por calles llenas de luces de neón y cables eléctricos a punto de desprenderse. La rutina se presenta sin ningún glamour, porque lo cotidiano de las clases privilegiadas también carece de sentido. Bob Harris está en Japón porque le pagan dos millones de dólares por anunciar un whisky, pero, en realidad, no sabe por qué está allí. Tampoco sabe por qué lleva veinticinco años casado, ni por qué tiene hijos. Charlotte, que apenas tiene veinte años, no se atreve a preguntar si el aburrimiento que llena sus días durará siempre, porque conoce la respuesta en la sonrisa triste de Bob Harris.

Lost in Translation no ofrece consuelo metafísico ni promete trascendencia. Lo que hace es colocar a sus personajes ante la evidencia y filmar la forma en la que viven, comparten silencios o intercambian gestos mínimos como si fueran pasajeros de un avión a punto de estamparse contra el suelo. 

Más que un retrato del choque cultural, Lost in Translation es una película sobre la precariedad de la existencia humana. Al situar a sus protagonistas en un país cuyo idioma y costumbres les son ajenos, la película muestra la experiencia universal de habitar un mundo extranjero. 

Todos somos extranjeros en un lugar que no nos pertenece; sin embargo, en ocasiones el arte nos ayuda a sentir que no estamos tan solos.

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