Hubo varias generaciones de españoles que tuvieron que leer Tiempo de silencio en COU. Entre los alumnos era conocida como la novela de los ratones y tenía fama de difícil y aburrida. Aun así, recuerdo la fascinación que me supuso su lectura. Entonces apenas había leído nada que se le pareciera y los distintos narradores, la ironía, la sintaxis barroca y la creación verosímil de personajes (con la excepción de Cartucho) me obligó a releerla cada poco tiempo con el paso de los años y a imitar la manera de escribir de Luis Martín-Santos sin que pudiera evitarlo. Podría haber sido otra, pero fue esta novela la que cambió mi forma de entender la narrativa. Con ella entendí que la libertad creadora no tiene límites.
Cuando años después me convertí en profesor de literatura, descubrí que Tiempo de silencio había desaparecido del plan de lecturas de los distintos centros en los que trabajaba. Se seguía hablando de ella como la propulsora del cambio de la novela social a la experimental y 1962, la fecha de su publicación, se consideraba como el punto de inicio de la nueva narrativa, pero ya no se leía. Los compañeros afirmaban que era una novela muy complicada para los alumnos. Yo les decía que nosotros la leíamos a su edad, pero me miraban con esa mirada condescendiente de la gente adulta que está convencida de que el ser humano degenera, aunque parece obvio que no lo hace.
Un año, animado por un impulso inconsciente, decidí incluirla junto a Historia argentina, Ficciones, Pedro Páramo, Los detectives salvajes, Luces de bohemia, La fundación, Hamelín y Si te dicen que caí en el plan de lecturas. Fue la obra que menos gustó a los alumnos. La encontraron reiterativa y confusa. No fueron capaces de entender a qué se debían esos cambios de narrador o a qué respondía esa manera de escribir tan rebuscada. Desde entonces no he vuelto a incluirla en la lista de lecturas obligatorias, aunque cada septiembre pienso en ella como candidata cualificada.
El año pasado se cumplieron sesenta años de su publicación, pero no recuerdo que se hayan hecho homenajes ni celebraciones de ningún tipo para conmemorar la efeméride. En 2024 se cumplirán sesenta años de la muerte de Luis Martín-Santos y cien de su nacimiento. Una fecha tan redonda no sé si servirá para reivindicar esta obra pionera —deudora de Joyce y de Faulkner y de El árbol de ciencia— o terminará por sepultarla en el olvido al que parece condenada. Quizá sea un buen momento para leerla con ojos nuevos, porque, a pesar de las intenciones de Martín-Santos, su trama costumbrista sigue siendo muy atractiva para los alumnos, porque en ella se mezcla la lucha de clases con los prostíbulos, el incesto con la investigación científica deficiente, el aborto clandestino con las chabolas que no son casas, la venganza de un navajero con una conferencia de Ortega y el atraso inveterado de la España franquista con la displicencia de sus clases dirigentes.
Quizá sea un buen momento para reflexionar sobre el lugar que ocupa Tiempo de silencio en la literatura en lengua castellana y quizá también sobre qué hubiera sido de España si aquel accidente de tráfico en el que Luis Martín-Santos perdió la vida en 1964 no se hubiera producido. Si no hubiera muerto en aquel accidente, quizá en 1982 el presidente del gobierno encargado de transformar España no hubiera sido Felipe González, sino un psiquiatra culto nacido en Larache pero afincado en San Sebastián que escribe novelas experimentales a las que en el futuro nadie hará caso.


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