Don Draper está solo en su ático de Nueva York. Es de noche y el verano de 1966 está llegando a su fin. Saca de su cubierta un disco que acaba de ser publicado. Ese disco es Revolver de The Beatles. De forma inverosímil, pues es la última canción de la cara B, pone Tomorrows never knows. (A Don Draper le hemos perdonado cosas peores, ¿no?). Luego se quita la chaqueta, coge un vaso de whisky y se sienta en su sillón de cuero negro. Se descalza e intenta dejarse llevar por una canción que jamás ha oído. Parece incómodo mientras escucha a un tipo de 26 años, lleno de vida, tocando un acorde en su guitarra, una batería en bucle y un buen montón de efectos de sonido novedosos e inquietantes: cintas cambiadas de velocidad, puestas al revés, con voces humanas, samples orquestales y guitarras troceadas. Don Draper, angustiado, quita la música antes de que la canción termine. Quizá apaga su mente, se relaja y flota río abajo en la oscuridad de su habitación vacía.
Muchos años después, en algún momento de los 90, llegó a mis manos Revolver de The Beatles. A diferencia de Don Draper, yo había leído mucho sobre su proceso de grabación, sobre el viaje a la India, sobre el final de las giras. Incluso recuerdo haber visto a Jesús Hermida en televisión explicando los pormenores de Tomorrows never knows. De tal manera que John Lennon (que había sido asesinado quince años atrás) aporreando la guitarra mientras toca DO no me sorprendió en absoluto, porque no fui capaz de escuchar la canción de forma inocente, como lo hizo Don Draper. Yo escuché el disco con el manual de instrucciones bien aprendido, pues, en los 90, Revolver era un «clásico» y nadie tenía dudas sobre cómo afrontar su escucha. Su parte revolucionaria y vanguardista había acabado domesticada por la academia.
Ay, la academia. En ocasiones pienso en la academia, y en los clásicos, y comprendo que son manifestaciones artísticas que vienen acompañadas de un manual de instrucciones para «disfrutarlas». Me gano la vida enseñando ese manual de instrucciones y, a veces, mientras lo hago, fantaseo con la posibilidad de viajar en el tiempo para conocer a los contemporáneos del Cantar de Mío Cid o de La Celestina. ¿Cómo se las apañaron para «entenderlas» sin las palabras de Menéndez Pidal o sin las de Martín de Riquer? ¿Cómo «entendieron» el Quijote sin las palabras de Francisco Rico? ¿Cómo pueden disfrutar de Mad Men los espectadores que ahora pueden conocer las cientos de explicaciones que la destripan y amansan? ¿Existe alguna posibilidad de llegar al abismo al que poco a poco se ve abocado Don Draper sin hacerlo en primera persona? ¿Pueden los críticos más inteligentes de The New Yorker robarte esa experiencia? Claro que pueden y no siempre con el desprecio de sus lectores.
Lo más paradójico del asunto es que la mayoría de las personas que se acercan a estos «clásicos» lo hacen armados con las palabras que aprendieron en la escuela o en los medios de comunicación, porque saben que el arte es un lugar peligroso, del que salimos heridos si no vamos preparados. Saben que el arte nos obliga a responder a todas las preguntas incómodas: ¿Quiénes somos? ¿Qué es esto a lo que llamamos vida? ¿Por qué somos crueles? ¿Cuál de mis yo merece la pena salvar? ¿Tienen perdón nuestras mezquindades? Nadie quiere que le pongan delante de sus propias miserias. Nadie quiere usar la ropa de un muerto.
Los amantes de los «clásicos explicados para mentes perezosas» no quieren verse cómo Don Draper cuando se enfrentó con Tomorrow never knows sin tener una respuesta ajena a la que agarrarse. Necesitan certezas sobre las obras artísticas con las que conviven para no salir heridos, aunque estas certezas sean la mayor parte de las veces elucubraciones de críticos de otro tiempo y de otro mundo.
En este mundo, con todas las excepciones pertinentes, (no) nos gustan los «clásicos», porque convierten el arte en un entretenimiento cómodo y crean la fantasía de que formamos parte de una tradición que parece nuestra, a pesar de que todos sepamos que la tradición siempre es apócrifa y mutante. Quizá todo se reduce a que estamos tan angustiados como Don Draper y no nos da miedo escuchar Tomorrow never knows y ser conscientes de su significado sin la ayuda de la academia:
Apaga tu mente, relájate y flota corriente abajo. Esto no es morir, esto no es morir. Abandona todo pensamiento, entrégate al vacío. Esto es brillar, esto es brillar. Aunque puedas ver el significado del interior, esto es lo que es, esto es lo que es. El amor es todo y el amor es cada uno. Esto es conocimiento, esto es conocimiento. La ignorancia y el odio le lloran a los muertos. Esto es creer, esto es creer. Pero escuchar el color de tus sueños no es vivir, eso no es vivir. Así que juega el juego de la «Existencia» hasta el final, desde el comienzo, desde el comienzo, desde el comienzo, desde el comienzo, desde el comienzo, desde el comienzo, desde el comienzo, desde el comienzo.


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