El último lector

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Ayer estaba en la Biblioteca Pública de acompañante, pues había ido para que mis hijas tomaran algunos libros en préstamo. Mientras ellas buscaban sus libros, yo miraba las estanterías a derecha y a izquierda para coger uno que me ayudara a aprovechar los quince minutos siguientes. Caminaba por el pasillo de la O y de la P —podría haber caminado por cualquier otro— y, allí, en la parte más cercana al suelo, vi unos cuantos libros de Ricardo Piglia. No podía haber ningún autor más conveniente para lo que precisaba. Hice la elección desde arriba, sin agacharme. El último lector

Saqué el volumen y me senté en uno de los bancos diseminados por la biblioteca para sorpresa de los estudiantes. Había aparecido en su territorio un personaje distinto a los habituales. Alguien vestido de negro que había llegado de improviso, había caminado entre los libros, había cogido uno y ahora se disponía a leerlo sentado en uno de los bancos que siempre permanece vacío. Releí el prólogo que tanto me fascina con las miradas de reojo de los que estudian debajo de las lámparas. Ese prólogo termina con estas palabras: «Entonces comprendí lo que ya sabía: lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido, lejano, igual que un sueño». Estaba dentro de un sueño, la biblioteca, con aquel libro que no era mío, con los estudiantes que me miraban y con mis hijas que me indicaban que había llegado el momento de marcharse.

Por la noche, ya en la cama, comencé a leer el segundo tomo de los diarios de Rafael Chirbes. Sé que se va a convertir en mi triste compañero las próximas noches, porque algo sombrío se cierne siempre sobre sus palabras. Un pesimismo aciago y funesto. La presencia de la vejez y sus sinsabores. La constatación del vacío de la vida. Todo es vanidad y el resto de los tópicos disponibles. Me sorprende, eso sí, su reivindicación de los clásicos. De La Celestina, en concreto. No sé muy bien por qué tanto alboroto. He dejado de creer en los clásicos hace mucho tiempo y, cuando me hablan de ellos, siempre recuerdo los museos prehistóricos. En esos museos se exponen vasijas y artilugios cotidianos como si fueran obras de arte. Pero no tienen ningún valor artístico, ni lo tuvieron en su concepción ni lo tienen ahora. Los exponen porque son viejos, como La Celestina. Libros viejos, inmortales, bendecidos por la academia, por la costumbre, hasta que cambie el viento y alguien decida que los clásicos deben ser otros. Esto también es triste, pero qué más da.  

En la página 46, Rafael Chirbes escribe: «Empiezo a leer el último libro de Ricardo Piglia. Tras el prólogo, de ocho páginas, de luminosa y cuidada escritura, aunque como siempre ocurre últimamente con él, de tono más bien hermético, con reflexiones acerca de lo que es la literatura, lo comprimido, lo soñado, etc., llego al capítulo uno y ya en la primera línea aparece (¿quién será, será?), pues sí, de nuevo, Borges. Me invade la sensación de fatiga, y el prólogo se me agria como un plato mal digerido, no soporto ese ir y venir de la supuesta vanguardia, siempre con los mismos bestiarios literarios (¡cuánto y cuánto Borges!) recurrentes, como migas de Pulgarcito en el camino para no perderse, sentirse a gusto en el bosque de la alta cultura, entre media docena de indiscutibles secuoyas literarias; el artista defendiendo su posición en la escala social ante el común de los mortales: demostrarle al lector que, si está donde está, como espectador avezado, es porque no le queda más remedio que doblar el espinazo ante la inteligencia del autor. Me entran ganas de mandarlo a la mierda, y lo mando. Seguramente, mañana volveré a la lectura».

El libro de Piglia que Rafael Chirbes lee —en el libro que yo leo— es El último lector. Y aprovecho la conversación para decirle que quizá, en un futuro lejano, el libro de Piglia será un clásico que ensalcen los académicos de esa España que aún no existe como hacen los de ahora con La Celestina. Pero Chirbes no me dice nada. Solo se ríe. Se ríe porque acierta cuando señala el abuso de Borges, de las vanguardias, del hermetismo y de «la inteligencia del autor» en eso que llamamos alta cultura, y que tan bien representa Ricardo Piglia, y no sé bien qué decir, excepto que quizá El último lector fue Rafael Chirbes y todavía no nos hemos dado cuenta.

2 respuestas a “El último lector”

  1. Avatar de azurea20

    Me encantó.

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  2. Avatar de barbaragarciacarpi

    Refrescante y estimulante. ¡Gracias!

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