Lo primero que llama la atención de la biografía de Philip Roth escrita por Blake Bailey es comprobar que no es tanto la crónica de una vida, aunque lo sea, como la crónica de una época. Una época en la que los escritores —hombres— participaban en la vida pública y adquirían una posición social de dominio y reconocimiento. Una época en la que se vivió la convulsión de la 2ª Guerra Mundial y el reto de escribir después de Auschwitz. Pero también una época en la que el puritanismo religioso, el Código Hays y el macartismo hicieron de la cultura un animal moribundo. Solo en ese contexto es posible entender el éxito fulgurante de El mal de Portnoy, la novela que convirtió a Philip Roth en Philip Roth y contra la que estuvo luchando toda la vida.
En 1974, Roth dijo que sus novelas solían ser «generadas por la interacción entre mi historia de ficción anterior, mi historia personal reciente mal digerida, las circunstancias de mi vida cotidiana inmediata y los libros que había estado leyendo y sobre los que había dado clase». Y todo indica que dice la verdad, pues la ficción de Roth está repleta de elementos de la realidad y parece que su realidad también estuvo llena de elementos de ficción. No deja de ser intrigante, por ejemplo, la relación «amorosa» que mantuvo con la mujer que luego le sirvió de modelo para Faunia en La mancha humana. ¿Tuvo Philip Roth esa relación y luego creó al personaje o tuvo la relación para ponerle realidad al personaje que había creado?
Por el juego constante entre realidad y ficción, sus vínculos con las mujeres y los hombres fue «complicada». En la biografía podemos observar que se relaciona siempre desde un punto de vista utilitario. En ambos casos le servían como material novelable, pero, además, solía relacionarse con las mujeres para satisfacer sus deseos sexuales y, con los hombres, para saciar sus apetencias de bienes materiales. No hay espacio para el amor ni para la amistad en su forma de vida. Nunca hubo hueco para nada de lo que no pudiera obtener beneficio. Aquella relación que no le proporciona lo que necesita, se termina. Esta misantropía le traerá muchos problemas en la vejez, cuando ya no pueda convencer a nadie —ni siquiera con la inmensa fortuna que posee— para que le haga compañía en estos terribles últimos años de la vida.
Sin embargo, el rasgo más notable de su personalidad tal vez sea la megalomanía. Él mismo se encargaba de escribir los textos laudatorios que aparecían en las contracubiertas de sus libros o en las placas de los distintos monumentos que erigieron en su nombre. Por no hablar de que estuvo detrás de la edición de sus obras completas e, incluso, de su propia biografía. Escribía de él mismo que era el mejor escritor vivo de su generación.
Esta megalomanía le provoca un resentimiento casi incapacitante que le lleva a acumular dinero de manera enfermiza y a sentir que nunca es reconocido del todo por ser el hijo pequeño de un judío que vende seguros. Su relación con el premio Nobel, por ejemplo, sería triste si no resultara tan patética. Una persona que como Philip Roth proviene de una humilde familia judía de Newark, con un reconocimiento literario, social y económico apabullante, siempre sintió que los sabios suecos lo menospreciaron por su origen modesto, pues Roth no podía concebir otra razón por la que no recibiera el premio Nobel «el mejor escritor de su generación».
Nosotros no podemos saber si fue el mejor escritor de su generación —¿a quién le importa eso?—, pero lo que es indudable es que su vida estuvo dedicada casi en exclusiva a la creación de su obra. Siempre y cuando su maltrecha salud se lo permitía, dedicaba la mayor parte de las horas del día a dar vueltas a las frases con un tesón y una entrega envidiables. Tal vez aquí esté la explicación de por qué no se relacionaba con normalidad con el resto del mundo. Era muy difícil encontrar personas que pudieran aguantar el ritmo de trabajo de Roth. ¿Quién quiere compartir la vida con alguien que se pasa quince horas al día encerrado en su despacho?

Al final de su vida, Dorothy Brand, una antigua compañera de estudios le escribió: «Has tenido una familia magnífica, buenos amigos y una buena vida, espero; y un reconocimiento increíble de tu talento y de tu duro trabajo. Eso es un gran logro para un muchachito de la escuela de Chancellor Avenue. El rabino Kahn se sentiría orgulloso de ti».
En el fondo, y mirado con cierta distancia, tal vez eso fue Philip Roth: un muchachito de la escuela de Chancellor Avenue. Nada más y nada menos. Seguro que el rabino Kahn está muy orgulloso de él.


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