Mi hermana me contó que cuando nos enteramos de la muerte de Kurt Cobain yo me refugié taciturno y triste en mi habitación, pero yo no recuerdo nada de eso. La muerte de personajes famosos —a los que admiro en mayor o menor medida— no solían ni suelen provocar en mí ese tipo de sentimientos, pero ha pasado tanto tiempo que no puedo asegurarlo.
Treinta años después, intento recordar si Kurt Cobain era entonces un héroe para mí y no acabo de tenerlo claro. Tenía sus discos y me gustaban mucho, y su aparición en la escena fue impresionante, pero supongo que no había llegado a superar el amor que sentía por The Clash, The Smiths o The Cure, que siguen siendo mis bandas clásicas favoritas, ni la admiración que tenía en el momento de la muerte de Kurt Cobain por bandas contemporáneas como Fugazi, Teenage Fanclub o The Posies, por citar solo a tres de ellas.
Supongo que su sobreexposición acabó por alejarme de ellos. Nadie que no viviera aquella época puede hacerse una idea de cómo era de insoportable la presencia de Nirvana en los medios en 1992, 1993 y 1994. Todavía recuerdo cómo muchas personas a las que no les importaba su música, me hablaban de las virtudes de Nirvana y de qué era lo que yo debía hacer si quería llegar a ser como ellos. Una noche de 1994, un chico —cuyo nombre no recuerdo— me explicaba que si yo quería ser como Nirvana debía hacer no sé qué cosas imprescindibles. Yo le digo que no quiero ser como ellos, porque ni siquiera ellos quieren ser como Nirvana. Pero él nunca entendió lo que quería decirle. ¿Cómo iba a entenderlo?
Tal vez porque sentíamos más amor hacia Nirvana del que ahora quiero reconocer, por entonces tocábamos a veces Territorial pissings en nuestros conciertos. Es verdad que también hacíamos versiones de The family Cat, Ned’s atomic dustbin o Hüsker Dü, sin que ninguno de ellos fueran nuestros grupos favoritos. Puede que tocar aquella canción no tuviera más importancia que el simple placer de tocarla, aunque tal vez podría significar algo mucho más profundo que ahora no recuerdo.
Lo que estoy intentando decir es que el día en el que nos enteramos de la muerte de Kurt Cobain llevaba mucho tiempo deseando que no me relacionaran con Nirvana, a pesar de mi pelo, de mis camisas de leñador y de mis pantalones rotos. Entonces sentía a Nirvana como algo ajeno. Algo que, aunque de alguna manera fuera nuestro, nos había sido arrebatado. No es fácil de explicar ahora que todo lo que tuviera que ver con las multinacionales era un territorio vetado para nosotros y que el éxito estaba asociado a concesiones artísticas. El arte era «sagrado» entonces, por lo que no podías «venderte» a no ser que quisieras perder lo más valioso de tu carrera. No estoy seguro de que un adolescente actual pueda llegar a comprender qué significaba «no venderse». Ni siquiera estoy seguro de que Nevermind sea un disco «comercial». No sé cómo lo escucharía ahora si no hubiera vendido millones de ejemplares. Tal vez mi visión fuera menos indulgente y mucho más entusiasta. Lo único que queda claro es que, después de Nirvana, lo de aceptar el dinero por hacerte «grande», por llegar a más gente, por ser «como ellos», no volvió a ser lo mismo para los grupos que pretendían vivir en un mundo mejor. Kurt Cobain nos enseñó que «venderse» suponía aceptar los privilegios contra los que has luchado desde la infancia y, en esa batalla, siempre acabas perdiendo.
El día que nos enteramos de la muerte de Kurt Cobain teníamos un concierto en Trujillo. Era uno de aquellos conciertos gratuitos en los que solo había unas pocas personas interesadas en lo que sucedía sobre el escenario, pues la mayoría estaba allí de casualidad. Estos últimos entraban y salían cada poco tiempo de la sala y hablaban con sus amigos a gritos para intentar ser escuchados. Aquel día sí tocamos varias canciones de Nirvana. Quisimos hacer nuestro pequeño homenaje. Pero solo recuerdo tocar Polly. Supongo que también tocaríamos Territorial pissings, pero no recuerdo qué otras canciones de Nirvana tocamos. Supongo que casi nadie fue capaz de percatarse del homenaje, porque las pocas versiones que hacíamos entonces eran indistinguibles de nuestras canciones —no por la calidad, claro, sino porque para los oyentes eran también desconocidas—. Aquel día no tocamos Smells like teen spirit ni Come as you are y la mayoría de los que estaban allí no sabían mucho más de Nirvana.
Pero no les culpo, pues yo conocí a Nirvana en Rockopop, que era el programa de televisión en el que se informaba de las novedades de la música comercial de la época. Pusieron el videoclip de Smells like teen spirit y era algo tan vivo y rabioso que no podía entender cómo había acabado en aquel programa de televisión. Luego, cuando supe de los millones de discos vendidos, pude comprenderlo todo. En el sistema capitalista las piezas siempre encajan aunque sea de una manera azarosa, como parece que sucedió en este caso.
A pesar de sus ventas millonarias y de la sobreexposición, Nevermind era un disco formidable y me gustaría decir que sigue siéndolo. Cuando alcanzó el éxito, Santi Carrillo dijo que solo era un disco de punk rock correcto. No le juzgo, porque entonces era muy difícil aceptar que un grupo que te gustara tuviera éxito. Y Nirvana no tuvo éxito, lo suyo fue algo mucho más allá de lo que entendemos por éxito. Sus otros discos, Bleach e In utero —siendo este último muy bueno— no están a la altura de la leyenda por todas las razones equivocadas. Pero ¿qué importa? Las camisetas de Nirvana no suenan y son tan molonas como las de Ramones o Rolling Stones. La música deja de tener importancia en el momento en el que el éxito se mide por los millones de discos vendidos. Gracias a Nirvana lo aprendimos unos pocos. Teenage angst has paid off well. Now I’m bored and old.
Lo mejor de todo este asunto es que gracias a Nirvana conocí a unas personas importantísimas para mi vida. Coincidimos en el concierto que Nirvana ofreció en julio de 1992 en Madrid. En aquel concierto, aunque el pabellón de deportes en el que tocaron no estaba lleno y la actuación fue deslucida por las condiciones acústicas del recinto, conocí a unos muchachos de Don Benito que me enseñaron —entre otras muchas cosas— que detrás de Nirvana había una multitud de grupos rabiosos y excitantes que nunca saldrían en Rockopop. Tal vez esa sea la mayor aportación de Nirvana: por la brecha que crearon en el muro se colaron un buen montón de bandas que poco a poco fueron adiestradas y vendidas en los centros comerciales, pero también otras muchas que siguieron haciendo canciones al margen del sistema. Aquella noche en Madrid, sin ir más lejos, conocí al grupo telonero de Nirvana, unos escoceses que se llamaban Teenage Fanclub y que se convertirían en mi grupo favorito por muchos años.
Por eso, el día que supimos que Kurt Cobain había muerto, mi hermana recuerda que yo me puse triste, pero tal vez era porque no era capaz de componer canciones como The Concept o como Norman 3. Tal vez esa fuera la razón, aunque ya hace demasiado tiempo de todo aquello como para recordarlo.


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