Las moras agraces

,

Cuando Carmen Jodra Davó ganó a los 18 años el XIV premio Hiperión casi nadie había oído hablar de ella. Era 1999 —otro mundo, creedme— y los periódicos se llenaron de señores desconcertados que opinaban, a favor y en contra, de una mujer, adolescente, que escribía sonetos como Lope e imitaba con maestría a Góngora y a Baudelaire. Me acerqué al libro con cierto recelo. Quería que no me gustara, porque me hería que alguien siete años más joven que yo hubiera conseguido un reconocimiento de esa magnitud, a pesar de que ya entonces había renunciado a mi «carrera» de poeta. Sin embargo, a pesar de mis reticencias, el libro me deslumbró —esa es la palabra exacta—, pero no recuerdo que se lo dijera a nadie. Durante años se convirtió en un secreto. Algo que no quería compartir y de lo que ahora me avergüenzo. Nunca la nombré cuando hablaba de Claudio Rodríguez, de Luis Cernuda o de Jaime Gil de Biedma.  

Me daba vergüenza reconocer que Carmen Jodra Davó me había deslumbrado porque en Las moras agraces mostraba una visión del mundo tan escéptica y tan desencantada como la mía. Me daba vergüenza reconocer que en los poemas de este libro daba forma a muchas de mis intuiciones y ponía las palabras que yo había sido incapaz de escribir. En el libro estaba la vida como una experiencia estéril, marcada por el fracaso de todas las promesas que tradicionalmente habían ofrecido consuelo al ser humano. Ni la religión, ni el amor, ni el arte, ni la belleza, ni el conocimiento nos salvan. Y aquella adolescente había sabido encontrar las palabras precisas para explicar mi desconcierto.

Ni esto, ni eso, ni aquello.
Puedes probar cada camino:
acaban en nada. El destello
que un tiempo llamaste «divino»
no es luz, y apenas si es bello.
          Es frío y cruel.
¿A qué preocuparse por él? 

Pero había mucho más en Las moras agraces, en sus páginas podíamos encontrar un tema muy fin de siglo: el desgaste del lenguaje poético para aprehender la experiencia humana. Aunque Carmen Jodra Davó demuestra un increíble dominio de las formas métricas, de los recursos retóricos y de la tradición literaria, en muchos de sus poemas, sin embargo, sabe que ese dominio no sirve para salvarnos del vacío. En «Vamos a ver…», por ejemplo, la voz poética se pregunta con ironía qué sentido tiene seguir escribiendo si «ya se ha hecho todo», si la originalidad, la rabia y la provocación han perdido su capacidad de escandalizar o conmover. En «Señores, yo sé bien de los venenos…», la poesía es presentada como una «belleza impura» que contamina y engaña, una condena asumida con lucidez y cuya falsedad no nos queda más remedio que asumir. Por último, en el poema «Anacreóntica», Carmen Jodra Davó cierra con Verlaine: Et tout le reste est littérature. Todo lo que no es goce inmediato —amoroso, sensual— queda relegado al ámbito de lo accesorio, lo falso, lo literario. Carmen Jodra Davó recoge la herencia simbolista —Verlaine, Rimbaud, Baudelaire—, pero sin idealizarla. La incorpora a nuestro escepticismo, a nuestro vacío. La poesía no solo es una máscara incapaz de transformar la realidad, sino que ni siquiera sirve para aliviar su sinsentido.

Escribir no basta, leer no salva, la belleza no protege de la intemperie. Esa lucidez adolescente y visionaria me deslumbró y, por eso, Las moras agraces estuvo en mi mesilla durante años. Luego desapareció como desaparecieron tantas otras cosas cuando empezó la vida adulta llena de obligaciones y tiempos muertos y aburrimiento.

Sin embargo, muchos años después, en 2022, encontré en la mesa de mi librería Las moras agraces —mi copia de Hiperión se perdió en alguna mudanza o alguien se la llevó para siempre—, y también estaban Rincones sucios y El libro doce, libros de los que nunca había oído hablar, porque los señores que escribían en los periódicos ya nunca hablaban de Carmen Jodra Davó. En la contracubierta de estos libros, editados con delicadeza por La Bella Varsovia, leí que Carmen había muerto en 2019 y sentí un dolor lejano, como si me hubiera enterado con retraso de la muerte de una amiga. Volví a leer aquellos versos, claro, y volvió el vértigo, la claridad, el silencio. Esos versos adolescentes que nos siguen recordando que lo cotidiano no tiene ninguna trascendencia, que eso que llamamos vida, en el fondo, es vacío. Y ahora no me avergüenza decir que leo a Carmen Jodra Davó, un suceso extraño que excede los límites regulares de la naturaleza, sí, por supuesto, un prodigio. 

Una respuesta a “Las moras agraces”

  1. Avatar de Jesús
    Jesús

    Desconocía a esta autora hasta hoy. Pero, sin duda, leeré «Las moras agraces». Gracias por la recomendación.

    Me gusta

Replica a Jesús Cancelar la respuesta