En las últimas décadas, la información sobre Madrid nos llega a los que vivimos lejos de ella con tanto detalle que, sin que podamos evitarlo, nos abruma y atonta. De este modo, no es extraño que sepamos los nombres de sus alcaldes, de sus concejales, de sus presidentes, de sus consejeros, de sus corruptelas, de sus declaraciones inexcusables y de sus enfrentamientos con los integrantes de la oposición, a los que, por supuesto, también conocemos. Así, es habitual que personas que viven lejos de Madrid terminen discutiendo en las barras de los bares sobre la idoneidad de las medidas de José Luis Martínez-Almeida o sobre si el hermano de Isabel Díaz Ayuso debe cobrar una comisión por las mascarillas o debe renunciar a ella con una intensidad impropia de los que viven a cientos de kilómetros de ese lugar.
Los medios de comunicación nacionales nos informan de forma minuciosa de los beneficios y perjuicios de Madrid central y del nivel de contaminación —la famosa boina—, del master más o menos provechoso de Cristina Cifuentes e, incluso, de los problemas morales que plantean los ropajes usados en la cabalgata de reyes por los emisarios de las ilusiones de oriente y occidente. Con imagen y sonido, con comentario sucinto o con tertulia acalorada, parece que todos somos madrileños y que sus asuntos más nimios nos interesan y preocupan. Parece, claro, que España es una ciudad-estado llamada Madrid y que todos los españoles somos madrileños sin que podamos evitarlo y sin que nadie nos haya preguntado. Me sigue dejando estupefacto contemplar cómo personas que no viven en Madrid se ufanan del buen gobierno de sus regidores —llámense Manuela Carmena o Alberto Ruiz-Gallardón— o de la agudeza de la réplica del portavoz de la oposición de turno, ese que siempre acaba por sacar los colores al que manda. «Es lo que hay», que diría nuestro amado Kurt Vonnegut.
Sin embargo, y en una contradicción irresoluble, apenas tenemos noticias de los otros cuarenta millones de españoles y sus ciudades llenas de sinsabores y alegrías. No sabemos quién es el alcalde de Sevilla, ni el de Lugo, ni el de Guadalajara, ni el de Albacete. Del de Teruel ya ni hablamos. No sabemos a qué partido pertenece el alcalde de Alicante o el de Gijón. Yo, que vivo en Badajoz, no sé quién es el alcalde de Mérida y al de Cáceres lo conocí el otro día por pura casualidad. Y no sólo es eso, tampoco sabemos qué preocupa a la gente que vive en Córdoba o a la que vive en Zamora. Ignoramos por completo qué está pasando ahora mismo en Valladolid o en Toledo. Todo es, en exclusiva, a cuatro columnas y en riguroso directo, Madrid hasta el hartazgo final, como si todo lo que sucede en esta ciudad fuera todo lo que ocurre en España y, por lo tanto, lo único que de verdad importa.
Esta exposición mediática ha llegado al absurdo cuando la ayusomanía se ha extendido como una mancha de aceite, y sus comentarios y chascarillos —«Madrid es España dentro de España. ¿Qué es Madrid si no es España?»— son transmitidos hasta la náusea por los medios de comunicación nacionales y esa repetición constante nos hace olvidar que solo es una presidenta de una comunidad autónoma. Una comunidad autónoma grande y hermosa, llena de belleza y de gente formidable, pero solo una comunidad autónoma más. La presidenta Isabel Díaz Ayuso ocupa el mismo puesto que la persona desconocida que preside el Principado de Asturias. ¿Por qué su relevancia pública? ¿Por qué su omnipresencia en los medios? ¿A qué se debe?
En fin, sin negar, porque sería de necios, que Madrid es la ciudad más poblada y dinámica de España en todos los ámbitos imaginables, es el momento de decir que España no es solo Madrid, que España es mucho más que todo ese ruido constante y esa furia monótona y que ya está bien, hombre, ya está bien.


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