If at first you don’t succeed
You gotta recreate your misery
‘Cause we all know art is hard
Young artists have got to starve
Try, and fail, and try again
The comforts of repetition
Keep churning out those hits
‘Til it’s all the same old shit
Art is hard – Cursive
¿Quién era yo hace cuatro años? ¿Quién era hace diez? ¿Quién hace veinte? Podría seguir preguntando hasta llegar al punto cero, a la creación primera, y sería un ejercicio estúpido. Todos somos mil personas diferentes amontonadas unas sobre las otras. Ninguna de ellas es culpable de nuestros actos de manera completa. Actuamos de manera colegiada, a veces, incluso, de manera consensuada. Algunas de esas personas cometen errores y las demás no son conscientes de ello. A veces sucede al contrario, algunas de esas personas aciertan y las demás lo olvidan o lo desprecian. Sabemos que muchas de esas personas que somos van desapareciendo con el tiempo. Se esfuman sin más. No las echamos de menos, porque su lugar es ocupado por otras nuevas. Los cursis llaman a esto reinventarse. Sería más fácil —para los cursis— hablar de fin de temporada en el Teatro de la Ópera, pero, por razones que desconozco, prefieren reinventarse. Nuestras personas se hacen viejas y desaparecen con el paso del tiempo. Es ley de vida. Suelen desaparecer cuando se consumen las primeras veces —la primera guitarra, la primera borrachera, el primer beso, el primer desencuentro, la primera decepción, el primer éxito—. Cuando el deslumbramiento de la primera vez se desvanece, nos damos cuenta de que nunca volveremos a sentir lo que sentimos entonces y descubrimos que eso que llamamos vida es humo, al final todo era humo: un acto de fe, una sucesión de ilusiones que se consumen en sí mismas, que se justifican por sí mismas. Todo lo que ahora sentimos como real, como verdadero, se convertirá en recuerdo con el paso del tiempo y un recuerdo es algo ilusorio, una ficción troquelada con mimo para que encaje en el puzle que llamamos nuestra vida. Envenenado me creía todas las canciones. Lo peor es que no hay segunda parte. Nunca hay segunda parte. Cuando has visto una película ya no puedes volver a verla con los ojos limpios. Miras los detalles para encontrar la emoción, pero la emoción no está en los detalles. La segunda vez todo es peor y lo peor de todo es descubrir ese momento en el que lo cotidiano termina con la magia y la vida se convierte en una sucesión de días sin sentido. Porque ya nada me interesa, nada me impresiona. Ese momento de guardar los utensilios que usamos para forjar nuestro sueño en un cajón en el altillo nos revela dos realidades. Una, ser lúcido es una condena. Dos, una vez lo conoces, ya no puedes olvidarlo.
El sueño adolescente de cambiar el mundo con cuatro acordes y obtener el reconocimiento termina cuando descubres que los cuatro acordes no te pertenecen. En tu cabeza la palabra «fraude» se dibuja con letras mayúsculas. Entonces el proceso de creación se convierte en un callejón sin salida y da comienzo la carrera por destruir el círculo: te admiran por lo que no eres y ahora quieres mostrar lo que eres. ¿Quién se permite la sinceridad sin un motivo? Pero tienes miedo a perder pie, a dejar de ser el foco de atención, a contar por cientos los que se bajan del barco, los que te abandonan porque tú ya no eres tú, aunque ahora, por fin, seas tú —un tú cambiante, múltiple.
Citamos de memoria palabras brillantes de otros y creemos que somos tan brillantes como esas palabras robadas. Con la música sucede lo mismo. Robamos acordes, estructuras, melodías. Robamos palabras, fraseos, gritos y enmascaramos lo robado para que parezca nuestro, pero en el fondo sigue latiendo nuestra mentira. La mentira primera, la que nadie nos tiene que desvelar porque la creamos nosotros.
Desde fuera parece que Viva Belgrado ha viajado por una estrecha y peligrosa carretera de la costa, con pocos vehículos al principio, pero que poco a poco se fue llenando de coches, furgonetas y camiones. Estoy tirando de la soga, pero no hay tensión. Llegaron a un lugar diferente al que imaginaron en el sueño, —la mecánica cotidiana nunca se parece a los sueños— y fue entonces cuando la insatisfacción se apoderó de ellos. Siempre chupeteando un sueño que no está a mi alcance. La vida es fracaso. Un fracaso rotundo. El tiempo lo pudre todo, etcétera, etcétera.
Quizá no se han dado cuenta de que en este viaje han creado una forma propia de expresión. Antes era antes. Ningún creador alcanza a comprender su obra, ni a separar lo propio de lo ajeno. Se mueve en círculos sin fin en los que la idea siempre está demasiado lejos de lo que suena en el reproductor de música cuando termina la grabación. Todo podría ser mejor, todo podría estar más cerca de lo soñado. Aun así, a pesar de todo, siguen los gritos y los susurros en el borde de la azotea. ¿Cómo librarse del chantaje de lo bueno ya vivido? Y se te clavan —sin que sepas muy bien por qué— palabras que te ayudan a entender que tu desconcierto es universal, que no estás solo en este baile de máscaras. Sabes que tú también eres un poeta no tan joven que tuvo ambiciones y que descubrió asombrado que todo era falso excepto el fracaso. Y está bien que así sea. Tener una certeza, aunque sea esta. Nada permanece, todo fluye. Las mentiras se nos vuelven turbias cuando nos miramos en el espejo y agachamos la mirada para no reconocernos. Esta mierda no se puede salvar. Quizá —existe esa posibilidad— podemos estar equivocados. Tan equivocados que somos incapaces de ver nuestra influencia en los demás. Quizá nuestras palabras los alivien, les muestren la forma de generar la tensión que necesita la soga para que el corredor de fondo llegue a la meta, aunque no gane ningún premio, aunque no haya premio para el ganador, aunque el premio sea la carrera llena de obstáculos e insatisfacción, aunque el premio sea la carrera llena de ambiciones que se desinflaron y nos sumieron en la duda y el riesgo.
Cursive nos enseñó que «Art is hard», y no hay otra forma de vivir. Que no nos falten los conciertos. Reponer productos en los estantes de un supermercado. Conducir un monovolumen en medio de un atasco. Cobrar un euro con sesenta en turnos de ocho horas dentro de una cabina en medio de una autopista. El arte es difícil, y el tiempo nos consume, apaga nuestros sueños. Joder, estoy viejo. De este modo, mientras intentamos encontrar el fogonazo, merodeamos por el extrarradio de todas las cosas, perdidos en el desierto de Sonora.
Amadeo Salvatierra dijo «luego los miré a ellos y los vi como si estuvieran al otro lado de una ventana, uno con los ojos abiertos y el otro con los ojos cerrados, pero los dos mirando, ¿mirando hacia fuera? ¿mirando hacia dentro? No lo sé. […]y entonces les dije: muchachos, ¿vale la pena?, ¿vale la pena?, ¿de verdad, vale la pena?, y el que estaba dormido dijo simonel».
Puede que sea eso.
Puede que sólo sea eso.
Simonel.