They call it a wasteland
At the drive-in
La melancolía es un sentimiento predecible, tanto o más que estas palabras: «El paso del tiempo nos convierte en aquello que siempre rechazamos. Un día nos sorprendemos diciendo a nuestros hijos aquello que tanto nos dolía oír de nuestros padres». Es ley de vida, parece. Y palabras gastadas también. Antes de haberlas escrito yo, han sido escritas por cientos de miles de personas para encontrar una explicación a nuestra deriva. Sin suerte, claro.
Es también un lugar común que el paso del tiempo nos invita a mitificar nuestro pasado. No hace falta, por grotescas, rememorar ahora las afirmaciones de los nacionalistas sobre el origen de su patria, pero, de alguna manera, hacen lo mismo que nosotros hacemos con nuestra vida. Envolvemos en gloria nuestro paso por el mundo ―en la mayoría de las ocasiones, un paso insignificante― para que nuestros actos encuentren sentido. De este modo, creemos que durante un tiempo fuimos el centro mismo del universo y, por qué no, fuimos también un ejemplo de bondad y civilización. Por suerte, apenas quedan testigos de lo que sucedió hace treinta o cuarenta años que se atrevan a llevarnos la contraria. Nadie quiere salir desenfocado en la fotografía. Y podemos afirmar que, a diferencia de los chicos de hoy, entonces leíamos a Proust y veíamos películas de Dreyer al mismo tiempo que aprendíamos doble idioma y logaritmos neperianos. El nuestro fue un tiempo en el que hasta los políticos eran mejores que los de ahora, que ya es decir. Por no hablar de los músicos, los cineastas, los albañiles, las pescaderías y los ultramarinos y aquellas tiendas de ropa ―que no eran franquicias― en las que los jóvenes de entonces, ay, los jóvenes de entonces, comprábamos pantalones mal cortados y camisas ásperas, en los momentos en los que no estábamos dedicados al estudio y a conservar los valores de la sociedad occidental.
Durante la Segunda Guerra Mundial, un inglés fue preguntado sobre qué opinión le merecían los alemanes. Esta persona respondió que no le merecían ninguna, pues no los conocía a todos. Yo tampoco conozco a todos los jóvenes que viven ahora en España, ni conocí, por supuesto, a todos los que vivieron en España hace cuarenta años. Tuve contacto con algunos ―la mayoría, provincianos como yo, habitantes de una ciudad sin río y regida por el abandono y la desidia―, por lo que todo lo que tengo son algunas pequeñas intuiciones, pues, como parece lógico, no tengo ninguna verdad que revelar. Una de estas intuiciones me dice que, después de más de veinte años impartiendo clases en institutos de secundaria, todavía no he conseguido ver ninguna diferencia esencial con el instituto en el que fui alumno a finales de los ochenta y principios de los noventa. Es innegable que el mundo es ahora mucho más cómodo y que las nuevas tecnologías se han colado en nuestras vidas de una manera mucho más invasiva que la radio, la televisión y los videojuegos de entonces, pero la mayoría de los adolescentes siguen teniendo las mismas pulsiones, las mismas ganas de experimentar con el sexo y el consumo de drogas, la misma entrega estúpida al fútbol o a una música que los adultos no comprendemos y, como consecuencia de ello, muchos adolescentes tienen una relación esquiva con el conocimiento. No todos, por supuesto, pues existe una minoría que sí responde a la imagen mítica del joven preocupado por su futuro, por su cultura y por su lugar en el mundo. Una minoría que también existía hace cuarenta años y que existirá dentro de otros cuarenta.
Es ley de vida, según parece, lamentarse del escaso interés de los jóvenes por la cultura, los valores ―sea esto lo que sea― y la educación. Da igual el momento histórico: los jóvenes de hoy siempre son mucho peores que los de ayer. De este modo, muchos de los jóvenes de los ochenta que dejaban todo para el último día, y que bebían alcohol en botellones eternos en el centro de la ciudad, y esnifaban cocaína y fumaban hachís, y mantenían relaciones sexuales en portales, y veían películas pornográficas en grupo, y jugaban durante horas a los marcianitos, y escuchaban música «ratonera», se dejan llevar por la melancolía y escriben sus lamentos en twitter por la certeza del advenimiento del apocalipsis. Recuerdan, infelices, su imagen mítica, su arcadia feliz, cuando se esforzaban por su futuro debajo del flexo durante largas madrugadas, sin espacio apenas para la diversión y, por eso, ahora les molesta y les ofende contemplar cómo los jóvenes viven muy lejos de aquella arcadia feliz de responsabilidad y abnegación. Lloran desconsolados porque ven a las mejores mentes de la nueva generación destruidas por las redes sociales y el alcohol y el sexo y el lujo y los videojuegos y la ropa de marca y la música horrible y los cortes de pelo imposibles…