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Ganaron la guerra

A veces se me olvida que ganaron la guerra. No me refiero solo a la guerra en la que usted está pensando, me refiero a todas las guerras en general. Sin embargo, en ocasiones he vivido como si no hubieran ganado, de modo que olvidaba que la victoria era mucho más que «la victoria» y que esta se perpetúa en el tiempo y permea todos los estratos de la sociedad, sobre todo, la parte más baja, la que antes se llamó pueblo llano y luego clase trabajadora. Lo sé porque apenas he tenido trato con personas que no pertenezcan a esta clase. He conocido a algunas personas cercanas al poder económico o político, pero la casi totalidad de mis relaciones laborales o de amistad las he mantenido y mantengo con personas alejadas de los centros de poder y, en muchos casos, con escasos recursos económicos y culturales con los que poder desenvolverse en el día a día. A pesar de ello, a veces, con estas personas de clase trabajadora, me dejo enredar en discusiones en las que se reivindica el buen hacer de las clases dominantes en la defensa de sus privilegios, aunque para ello hayan tenido que utilizar la violencia contra los más desfavorecidos. En el fondo, y aquí viene la paradoja, todos estos intentos bufos de culpar a la víctima —«me duele más a mí que a ti»— no me interesan, pero, como forman parte de la conversación del día porque el gobierno ha llevado al parlamento alguna ley o porque algún personaje importante ha hecho algunas declaraciones, me veo obligado a participar, sobre todo, después de oír cómo algunas víctimas defienden a sus verdugos con una vehemencia vergonzosa. De estas conversaciones suelo salir muy decepcionado, porque siempre termino dándome cuenta de lo único cierto: ganaron la guerra y el discurso de los vencedores es tan irrebatible, tiene tal cantidad de adeptos y creyentes, que es imposible destruirlo, pues incluso las personas perjudicadas por todas las victorias pasadas, presentes y futuras de las clases privilegiadas defienden estas injusticias.

La última fue el otro día. Una discusión sobre la Ley de Reforma Agraria de 1932. La persona que hablaba conmigo basaba su argumentación en que aquella ley era un robo del gobierno a los legítimos propietarios. «No», interrumpo a mi interlocutor cuando desliza opiniones sin aportar datos, «eso no fue así». Y luego aporto algunos datos de la ley que no se corresponden con la definición de robo en ningún caso. Mi interlocutor afirma que ésa es mi opinión, pero yo digo que no es una opinión, que son datos. Me pregunta por el lugar del que he extraído «esos datos» y, después de mencionar la fuente1, me dice que otros historiadores tienen una visión diferente de lo que sucedió. Entonces insisto en que no estoy hablando de visiones, sino de datos, pero, aun así, pido las referencias en las que otros historiadores afirmen lo contrario y me dice que eso no importa, porque, además, yo también tengo propiedades y a mí no me gustaría que el gobierno me las robara. Ese fue su último «argumento», el definitivo.

Mi interlocutor es una persona muy cercana y, por lo tanto, conoce los metros cuadrados que ocupan «mis propiedades» y el uso que hago de ellos. Le digo que cómo puede comparar un piso de cien metros construido en el siglo XIX —con más de veinte años aún por pagar de hipoteca— con propiedades agrícolas de miles de hectáreas cuyos propietarios no cumplen una serie de condiciones legales. «No le des más vueltas. Es lo mismo», me dice, «los dos sois propietarios y tú no quieres que el gobierno te robe tu propiedad. Es así de simple». Poco importa ya seguir con la discusión y llegar a un punto de encuentro, porque la prueba definitiva de que ganaron la guerra es que la clase trabajadora defiende los privilegios de la clase dominante y parece claro que ganaron para eso, para que las clases populares defendieran unos privilegios de los que jamás podrán disfrutar y cuya abolición repercutiría de manera directa en el beneficio de la gran mayoría de los españoles. Para eso ganaron la guerra, y no me refiero sólo a la guerra en la que usted está pensando, me refiero a la guerra en general. Y la ganaron, claro que sí, y, aunque a veces se me olvide, eso no significa que no lo hicieran. Y, justo entonces, cuando soy consciente de su victoria, es cuando me prometo no volver a participar en ninguna discusión parecida, porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino, ni quien cultive hierbas en la boca del muerto, ni quien abra los linos del reposo, …

1.La España contemporánea. Desde 1808 hasta nuestros días. Pamela Beth Radcliff, Editorial Ariel. 2018. Barcelona.

1 comentario

  1. Genial y certero análisis. Hay un párrafo muy clarificador con el que estoy totalmente de acuerdo. «ganaron la guerra y el discurso de los vencedores es tan irrebatible, tiene tal cantidad de adeptos y creyentes, que es imposible destruirlo, pues incluso las personas perjudicadas por todas las victorias pasadas, presentes y futuras de las clases privilegiadas defienden estas injusticias».

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