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Urtain

¿Qué he hecho yo para que todo lo que hago sea tan sucio?
Urtain. Juan Cavestany.

Es invierno en Burgos. Estamos en 1986. En la puerta de la discoteca Pentágono se encuentra un hombre de cuarenta y tres años. Un hombre enorme de nariz chata y voz ronca que agita de manera pausada las manos cuando habla. Pentágono es una discoteca situada en los bajos del Gran Hotel, una discoteca tan elegante y audaz como el peinado del pinchadiscos que acaba de poner Brother Louie de Modern Talking para regocijo de los jóvenes provincianos. El hombre enorme sólo puede oír los graves de la canción, porque es el portero de la discoteca. Como si fuera un uniforme, viste un traje gris —una insignia dorada en el ojal de la americana— y una camisa blanca. La corbata azul no está ajustada con un windsor, sino con un nudo nervioso, hecho a toda prisa antes de salir de casa para hacer su trabajo. «Te estás haciendo daño, Jose, no te hagas más daño. Se están riendo de ti» le dice su mujer, pero él no oye nada, no quiere oír ya nada.

El hombre enorme parece pasado de peso y se mueve con lentitud dada su corpulencia, pero todavía hay restos de la ferocidad de otro tiempo, de la rapidez de movimientos de un tigre, de la insoportable fuerza de sus brazos. Su pelo permanece húmedo, quizá por los efectos de la gomina, quizá sea el relente de la noche, aunque ese detalle no es importante, no tanto como el color rojo de sus mejillas y sus ojos vidriosos, como si hubiera llorado, pero dice: «No estoy llorando, ¿eh? Es sólo que tengo un derrame en el ojo… Me viene del combate con Cooper, ése sí que me hizo daño de verdad. Y eso que fue hace más de quince años». El hombre enorme habla con una voz áspera y rasposa como la hoja de una higuera.

El hombre lleva dos años decidiendo quién entra en Pentágono o quién debe quedarse fuera de un establecimiento de ocio elegante y audaz que, por supuesto, no permite la entrada con calzado deportivo. «Me dijeron que iba a triunfar, que iba a hacerme millonario con esto del boxeo, pero no sé lo que pasa, que al final siempre me quedo sin nada». El hombre enorme cuenta ahora una vieja anécdota que sucedió en la puerta de la discoteca hace un tiempo. Confiesa que le temblaban las piernas cuando un sargento de artillería, al que no dejó entrar en la discoteca por su evidente borrachera, le sacó una pistola. La situación no pudo tener final feliz, pues, a pesar de que nuestro hombre es una persona dialogante, una persona que cree en que hablando se entiende la gente, no tuvo más remedio, se vio obligado a hacer algo que intentó evitar: el sargento de artillería se marchó aquella noche con un recuerdo de Pentágono. Allí, justo al lado de ese coche sucedió todo, y luego el sargento se marchó a dar un paseo antes de visitar el puesto de socorro para que le curaran las heridas. Lo cuenta con una sonrisa, «porque la vida no sólo es tragedia, también es entretenerse un poco con las cosas, incluso con el dolor ajeno, el dolor ajeno, cuando no te salpica de lleno en la cara, puede ser entretenido de ver, ¿no?».

El portero de Pentágono agarra el pomo dorado de la puerta de madera con un gesto mecánico, lleva dos años abriendo la puerta de ese modo, y luego se pasea por el interior de la discoteca como si fuera un detective privado de una película estadounidense —una de las malas— buscando algún delito o comportamiento inadecuado, pero los jóvenes de 1986 se ríen de su rostro magullado y de su mirada ridícula mientras beben alcohol en vasos largos y fuman cigarrillos Fortuna. «Yo de joven lo tenía todo… Pero quería más». No hace falta ser muy inteligente para percibir lo patético de la presencia de ese hombre enorme en aquella discoteca, y las risas de los burgaleses que fuman y beben en Pentágono esa noche no hace más que confirmarlo. «Te estás haciendo daño, Jose, no te hagas más daño. Se están riendo de ti» le dice su mujer, pero él no oye nada, no quiere oír ya nada. Una chica, incapaz de reprimir las carcajadas, se ofrece para bailar con el hombre enorme en el centro de la pista. Es un baile antiguo, nada que ver con 1986, un baile agarrado sobre una melodía de saxofón que remite a verbenas populares con orquestas subidas a carromatos en la plaza del pueblo. Es un baile de otra España, por eso, el hombre pone sus dos manos también enormes en la espalda de la chica risueña que lleva el pelo recogido en una trenza y un cordel trenzado sobre su frente en una composición estética inexplicable. El hombre firma autógrafos en las manos o en los brazos de las chicas o en trozos de papel arrancados de cualquier sitio y que terminarán en el cubo de la basura cuando barran la discoteca por la mañana. Más tarde, mientras suena Papa Don’t Preach por los altavoces, desde el pequeño escenario destinado al pinchadiscos de audaz corte de pelo, el hombre enorme dirige con sus brazos en alto a los jóvenes que ya no ocultan las burlas al ver los movimientos poco coordinados de esa persona a la que la mayoría de ellos no conoce, pues muchos de ellos no habían nacido cuando estuvo un paso más allá de la gloria. Los jóvenes le aplauden de broma cuando el hombre enorme se coloca en el centro de la pista, ahora sí, con los brazos en señal de agradecimiento a su público, a este puñado de jóvenes burgaleses que en 1986 pasan la noche en Pentágono aplaudiendo a un señor ridículo vestido con un traje gris del que no saben nada, pues no recuerdan sus logros cuando fue harrijasotzaile, ni, por supuesto, recuerdan que en Madrid, en el Palacio de los Deportes, el tres de abril de 1970, hace sólo dieciséis años, derrotó a Peter Weiland por KO en el séptimo asalto y se coronó Campeón de Europa de los pesos pesados. Tampoco pueden escuchar las palabras de su mánager: «España. Es lo natural. Urtain – Soberano – España. Urtain representa a España. No estoy hablando de industria, no estoy hablando de conocimiento, ni siquiera estoy hablando de estética, estoy hablando de España. Puede que no tenga muchas luces, puede que en el extranjero haya cien boxeadores que lo hacen mejor, pero Urtain tiene fuerza, tiene bravura, tiene instinto y valentía, es puro corazón, salido de lo más profundo de España y, en España, al corazón lo llamamos cojones».

Urtain. Juan Cavestany. Nørdicateatro. Madrid. 2019.

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