«Leer es de Maricas» es el eslogan elegido por el Instituto Cervantes para su nueva campaña de promoción de la lectura. En un principio, puede resultar chocante, pero el caso es que hasta la fecha sus campañas han pecado de timoratas y parece claro que, en este momento decisivo de la humanidad, si las campañas quieren ser eficaces, tienen que ser más temerarias y certeras. Alguien tenía que dar un paso al frente y ese paso se ha dado.
Esta campaña, por supuesto, no va a insistir en la idea de que la lectura hace mejor a los lectores, pues parece obvio que leer el manual de instrucciones de la cafetera, las novelas inanes o la noticia de última hora del periódico regional no puede ser beneficioso para ningún ser humano. Es ya un tópico recordar a aquel personaje de la película Un pez llamado Wanda llamado Otto. Un lector voraz de Friedrich Nietzsche que jamás fue capaz de saber de qué hablaban sus libros, pero que los citaba como si las palabras del filósofo de Röcken incluyeran una mejor versión de sí mismo. Sin éxito, claro, pues Otto estaba más cerca de ser un bruto estúpido que un superhombre.
Esta campaña de promoción de la lectura tampoco va a recordar que nunca antes se había leído tanto como ahora, porque ya no necesitamos obviedades. Sabemos que nunca antes hubo tanta gente alfabetizada que tuviera a su disposición una cantidad de textos escritos tan enorme. Quizá hace cuatro o cinco siglos sí podría ser admirable el hecho de leer, pues superar todas las dificultades para adquirir la capacidad lectora y luego acceder a los textos escritos podría considerarse prodigioso, pero ahora es muy difícil encontrar a personas que no sepan leer y es casi imposible que no podamos hacerlo a todas horas dada la profusión de textos escritos a los que estamos expuestos.
Sin embargo, todos sabemos que vivimos rodeados de personas que no leen, aunque también sabemos que en el pasado se leía aún menos de lo que se lee ahora, con lo que la pregunta que deberíamos hacernos es cómo es posible que el hábito lector haya llegado hasta nuestra época. Decía Ricardo Piglia que si el ejercicio literario no nos hubiera llegado ya inventado, no habría nacido en el siglo XX —que es el tiempo del cine y las pantallas—, porque escribir y leer son disciplinas que exigen un esfuerzo por parte de los que participan en ellas y vivimos en un tiempo en que necesitamos que nos lo den todo hecho. Por lo que habrá que dar las gracias a todos esos monjes —si es que fueron ellos los que preservaron este bien— que, en una de las miles de contradicciones con las que vivo, siempre terminan por tener la cara de Sean Connery.
Por último, esta campaña de promoción de la lectura, a diferencia de todas las del pasado, no va a hablar de otra cosa que no sea el ejercicio de la literatura. En el pasado, cuando se hablaba de leer, la mayor parte de las veces se estaba hablando de pasar por la caja registradora de una librería, pues del volumen de ventas era de donde se sacaba el número de personas que leía. Ese dato siempre ha resultado engañoso, pues, a pesar de las cifras del negocio, no da la impresión de que vivamos rodeados de lectores. Más allá del minoritario, aunque ruidoso, grupo de lectores de suplementos literarios y sus recomendaciones semanales, la pasión por los libros de la mayoría de la población se circunscribe a la campaña navideña o a deglutir el bestseller anual del que todo el mundo habla —excepto los lectores de Babelia, El cultural o El Ministerio—, sea Los pilares de la tierra, Los hombres que no amaban a las mujeres o Patria.
Por eso era tan necesaria esta nueva campaña, que nació de la imaginación de un adelantado que la diseñó con un lápiz de carpintero en un pequeño arco sobre una escalera que conduce al puerto de Fisterra. «Leer es de Maricas», un eslogan imbatible para una campaña de promoción de la lectura a la altura de los tiempos. Ahora sólo falta verla en las marquesinas de las paradas de autobús, en las páginas impares de los periódicos deportivos, en las cuñas de los programas de FM, en las camisetas de la selección española y, por supuesto, en el primer anuncio publicitario después de las campanadas, las uvas y el sorbito de champán.
Me reí mucho con lo de Sean Connery. Me gustó mucho tu texto.
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