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Il ragazzo della via Gluck

No conocía la canción de Adriano Celentano. De hecho, lo único que conocía de ese cantante era su aparición fugaz en La dolce vita. Aquella escena —tan inocente y timorata vista ahora— en la que canta y baila «poseído» por el espíritu del rock’n’roll. Felipe Núñez me habló de esta canción en un correo electrónico en el que también detallaba la belleza de Nápoles al caer la tarde, la sonrisa de Maradona en los muros del extrarradio y el indescifrable azul del mar Adriático desde la basílica de San Nicola de Bari. Al leer el título de la canción, comprendí que también había olvidado el nombre de aquella calle. Los detalles a veces se pierden en el laberinto de la memoria sin una razón, pero lo cierto es que aquella también se llamaba Glückstraße. No sé por qué no la recordaba, pues hace más de veinte años mandé decenas de cartas con el nombre de esa calle en el destinatario. Las llevaba al buzón de Correos que se encontraba en el centro guardadas en mi bolso de cuero como si fueran tesoros. Durante el viaje de quince minutos en autobús miraba por la ventanilla para no sentirme solo mientras en la radio informaban de que España vivía una crisis que su gobierno era incapaz de solventar. Luego regresaba a casa caminando por avenidas en construcción y carreteras nacionales. Yo vivía en la periferia como los murales azules de Maradona. Hacía planes.

Sin embargo, sé que no lo he olvidado todo. Llevo un cartón de Chesterfield en la maleta junto a la ropa, algunas casetes, un libro —Antología del cuento norteamericano, editado por Richard Ford— y la bolsa de aseo con los útiles de afeitado y el desodorante. Hago transbordo en Ámsterdam y camino por los perversos pasillos del aeropuerto hasta el aturdimiento. Recostado en unos sillones de cuero marrón colocados delante de una cristalera miro durante horas cómo los aviones despegan y aterrizan en una armonía enfermiza. Escribo en una libreta todo lo que sucede. Allí apunto lo de los pasillos perversos y también escribo sobre el color del pelo de una azafata que duerme a mi lado, tumbada boca arriba con los brazos encima de su vientre. Los zapatos negros debajo del sillón, junto a su bolsa de viaje, me permiten ver cómo las costuras de las medias horadan los dedos de sus pies. Esa imagen la he visto en otras ocasiones, pero el pelo no. Nunca he visto un color semejante… Una alarma en su reloj la despierta mientras yo sigo escribiendo sobre el centelleante color de su pelo. Ella levanta la vista y se encuentra con mis ojos. Sonríe mientras se calza y sigue sonriendo, sin dejar de mirarme, cuando se pierde para siempre entre los miles de desconocidos agarrados a sus maletas como náufragos. Embarco más tarde en un avión pequeño que me lleva al centro de Alemania. Durante el vuelo me sirven una comida temblorosa. Un bocadillo de pan de molde con lonchas industriales de queso y jamón, una ensalada raquítica y una botella de agua. La misma comida que ofrecen a las diez o doce personas que me acompañan en el viaje. Ocupo un asiento de la segunda fila y sólo puedo ver a un señor trajeado que se encuentra al otro lado del pasillo. Desde mi posición, justo la opuesta a la que él ocupa, lo veo sudar como un animal herido. Entonces yo no temía a la muerte o, al menos, no tanto como aquel señor gris de traje barato. El avión sufre algunas pequeñas sacudidas cuando atravesamos un grupo de nubes oscuras y el hombre trajeado grita. Un grito afilado y fuera del tiempo. El alarido alerta a los miembros de la tripulación que se acercan a prestarle ayuda con una cortesía antigua. Hablan en alemán, pero se entiende todo. Aun así, no consiguen calmarlo. El hombre llora con las manos sobre su cara y yo miro por la ventanilla como si supiera a dónde me dirijo, como si todavía estuviera montado en el autobús rojo que me lleva al centro de la ciudad, pero ni sé descifrar los mensajes que viajan ocultos en el aire, ni encontrar el espacio perdido entre las nubes y la tierra. Tampoco conozco el beneficio del vapor de los motores o el origen de su ruido invisible. «Toda esta felicidad algún día nos servirá de gasolina», digo en un arrebato hiperbólico y triste cuando alcanzo el suelo. Ahora también recuerdo la escalera metálica del aeropuerto, el viaje en tren hasta el pequeño pueblo, el salón oscuro de la casa, el olor a cerrado y a tabaco, el parque lleno de tilos al final de la avenida, las bicicletas aparcadas junto a tabernas en las que sirven cervezas en vasos infinitos, el colchón en el suelo apoyado en la pared, el radiocasete negro y, por último, las cintas TDK con las carátulas mecanografiadas encima del edredón.

A los pocos días de llegar, coincidimos con unas españolas en el Murphy’s Law. Podemos hablar en nuestra lengua y eso me alivia, pues el alemán es un idioma imposible. Una de ellas es catalana y su padre tiene relación —médica— con la Familia Real. El chico de la calle Gluck también soy yo. Aunque nunca hubiera escuchado la canción, había llegado al centro mismo de la gran ciudad de manera interpuesta. Los Reyes de España, nada menos.

Como no comprendía el alemán, me enseñó. Significa «suerte, dicha, felicidad». No conservo copias de aquellas cartas, pero sé que no pude resistirme a jugar con el significado del nombre de la calle. Ya estábamos en el siglo XXI, pero aquello era tan moderno y limpio que no se parecía en nada a mi barrio. Ahora lo sé. Eran ricos y por eso la limpieza, el bienestar, las parejas jóvenes con varios hijos de pelo claro paseando por los parques llenos de tilos, pero entonces no me daba cuenta. La suerte, la dicha, la felicidad. La conciencia de clase no llega de golpe. Es un proceso. La vida es un proceso.

Estuve en una casa de aquella calle durante algunas semanas hace más de veinte años. Cuando estaba allí, murió mi abuela. Unos días antes de que yo hiciera aquel viaje, mi abuela me lo dijo en el hospital. «Me voy a morir», dice. «Esta vez va en serio. No vengas más a verme». Le doy un beso en la frente mientras la abrazo y luego salgo de la habitación sin volver la mirada. No le dije «te quiero». He intentado engañarme alguna vez, pero sé que nunca se lo dije. Antes del abrazo hemos hablado durante cerca de una hora. Es una mañana luminosa y en la habitación se agiganta la luz del sol al proyectarse en las paredes y el mobiliario blanco. Me he acercado al hospital después de terminar alguna clase en la Facultad de Filosofía y Letras. La primavera azul de los anuncios no impide el destrozo provocado en las aceras por las raíces de los árboles. La vida es un proceso y siempre se abre paso.

Me coge la mano de vez en cuando. Tiene las manos pequeñas y ya casi transparentes. Ella es muy pequeña. Mi bolso de cuero con el material de estudio encima de una mesa blanca iluminada por la luz del sol. Una mañana de primavera. Estamos los dos solos, porque las visitas se acumulan después de la comida. Mi abuela dice algo gracioso y nos reímos. Es un chascarrillo relacionado con uno de nuestros familiares. Una broma privada de largo recorrido sobre unas cartas, un rosario y un corte de pelo poco agraciado. Hablamos aquella mañana como si ella no fuera a morir y, como ella me pidió, no volví a verla nunca más. Luego me contaron que los últimos días sufrió un deterioro físico y mental sombrío, pero no tengo ese recuerdo. La veo riendo mientras me agarra la mano y bromea sobre una de mis tías. Tiene las manos pequeñas, ya casi transparentes. Cierra los ojos cuando ríe.

Tampoco recuerdo haber llorado cuando murió. Supongo que era demasiado joven para llorar. Estaba sentado en aquel colchón a ras de suelo de Glückstraße cuando me lo contó mi madre por teléfono. Todo aquello también fue hierba y ahora está allí la ciudad, a pesar de los parques llenos de tilos y toda la naturaleza domesticada. En mi barrio tampoco queda ningún sitio al que pueda volver. Todo ha desaparecido. Sólo respiro cemento y a veces canto en voz muy baja: Questa e la storia di uno di noi / Anche lui e nato per caso en via Gluck / En una casa fuori cita / Gente tranquilla che lavorava…

(Adriano Celentano nació el 6 de enero de 1938 en el número 14 de la Via Gluck de Milán. Mi abuela, que nunca participó en ninguna película de Fellini, nació el 6 de enero de 1913 en una calle sin nombre en Malpartida de Cáceres).

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