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Cartas de amor a Stalin

En 2006, Iñaki Uriarte escribió en sus Diarios: «Y suelo acordarme de algunos de mis amigos que antes vivían en el ámbito de la izquierda y ahora creen que los han admitido en este de la derecha. Los leo en los periódicos: tensos, gritones, destemplados, como perros guardianes en el jardín donde pasean apaciblemente los amos. No sé si se dan cuenta de que son como esos sudamericanos que los dueños tienen empleados en sus casas: forasteros, útiles, pintorescos, desechables».

El apunte es triste y, por desgracia, atemporal. Quince años después seguimos viendo a los del gran bandazo tensos, gritones y destemplados, porque el caso es que, en los últimos días, hemos visto cosas que no creeríais. Un escritor, que militó en un partido comunista-maoísta durante la dictadura de Franco, arengando en la plaza de Colón de Madrid a los defensores de la unidad de la patria entre cientos de banderas rojigualdas. Hemos visto un artículo de opinión publicado en el diario ABC cuyo titular era «Cuando llevar la contraria a la izquierda tiene castigo» en el que se detalla la censura y el silencio al que son condenados los escritores que se enfrentan a eso que ellos llaman «la superioridad moral de la izquierda». Una superioridad tan enorme que incluso les impide definirse como personas de pensamiento conservador. Les intimida tanto «la superioridad moral de la izquierda» que afirman haber votado al PP sin que les haya salido roña ni sarna, como si votar a partidos de derecha fuera una enfermedad parecida a la lepra.

Estos escritores y periodistas se sienten castigados por un abstracto que ellos llaman «la izquierda» y que, al escucharles, parece un ente insaciable que controla los designios del universo y, por supuesto, también controla los criterios para publicar una obra artística y tener presencia en la escena pública. Si ese castigo es cierto, debe ser un castigo muy leve, pues casi todos estos supuestos represaliados por el poder izquierdista publican sus libros en grandes grupos editoriales y sus artículos aparecen con mucha frecuencia en El Mundo, en El País, en ABC, en La Razón, y sus opiniones se escuchan en la SER, en Onda Cero, en la COPE, donde sus lanzamientos literarios aparecen acompañados de entrevistas exhaustivas y reseñas entusiastas —incluso con presencia en las listas de los mejores del año—, por lo que podemos decir que ya pertenecen al famoso «club de las almendritas saladas», a pesar de que les gusta pensarse como guardianes de la libertad de occidente y de la constitución del 78 y que, por lo tanto, no tardarán mucho en terminar en el Gulag.

La casualidad ha querido que ahora esté leyendo los formidables Diarios (1999-2010) de Iñaki Uriarte y en ellos hay múltiples referencias a todo lo que está sucediendo ahora. No tanto porque Uriarte sea una persona lúcida, que lo es, sino porque la historia reciente de España se repite. «Para mí es un gran misterio por qué algunos han cambiado tanto. Y ¿por qué ese odio, esa cólera y mordacidad contra los que antes eran los suyos? […] En este país, lo que parece más común entre los protagonistas de ese viraje es su aversión a los nacionalismos que llaman periféricos, no al nacionalismo como ideología, pues del nacionalismo español no reniegan. […]. Mi intuición me dice que es una manera de subir por la escalera social. De acercamiento al verdadero poder, que está donde ha estado siempre, a la derecha. Sin embargo, es sólo mi intuición».

Parece que estos escritores solo desean el reconocimiento del mundillo cultural —y el reparto de beneficios agregado— y, aunque solo sean peones adiestrados en el gusto y las apetencias de las clases dominantes —la mayor parte de su obra es una roma descripción de las ambiciones burguesas—, para llevarlo a cabo con cierto honor quieren hacernos creer que son Mijaíl Bulgákov y que se pasan el día mandando cartas de amor a Stalin, como si todos ellos fueran un personaje de Juan Mayorga que se enfrenta a su destino con la apostura reservada solo a los elegidos.

Cartas de amor a Stalin se estrenó en el Teatro María Guerrero de Madrid el 8 de septiembre de 1999. En la obra se nos cuenta el horror que vivió Mijaíl Bulgákov durante sus últimos años de vida, pues su producción artística fue censurada hasta el silencio absoluto en la URSS de los años 30. «Me dirijo a usted para pedirle que se me devuelva mi libertad como escritor o se me expulse de la Unión Soviética junto con mi esposa». Desde que vi la obra, Mijaíl Bulgákov se convirtió para mí en un ejemplo de escritor comprometido con su tiempo y con su arte. Un escritor que renuncia a todo por mantener su integridad y la integridad de su obra. «Renunciaré a mi patria para sobrevivir como escritor y como hombre». Tenía todas las de perder y, por supuesto, perdió, pero ochenta años después sus obras siguen brillando a pesar de la censura y el silencio que cayó sobre ellas en la decáda de los treinta.

Uno compara la actitud vital y el coraje literario de Mijaíl Bulgákov con la de Fernando Savater o Andrés Trapiello, por poner un par de ejemplos, —de Rosa Belmonte ya ni hablamos— y es capaz de encontrar las siete diferencias. Incluso ocho o nueve.

1 comentario

  1. Magnífico artículo, José. Demasiados conversos en escena regurgitando proclamas contra las que, hace nada, despotricaban. Es el turno, parece, del blanqueo con azulete, de agitar las cuerdas vocales y desgastarse las yemas de los dedos ante el ordenador para hacerse perdonar las viejas veleidades izquierdistas, si acaso alguna vez las tuvieron porque, viendo dónde han terminado acomodados, diríase que fueron de izquierdas por las mismas razones que vestían pantalones acampanados y se dejaban las greñas al viento.

    Gracias por este disfrute reflexivo.

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