Amarcord de Fellini

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Fellini estrenó en 1973 una película titulada Amarcord, que significa «yo me acuerdo» en el dialecto de Emilia Romagna, la región italiana en la que nació el director en 1920. El título puede hacernos pensar en una obra biográfica en la que el autor «recuerda» su infancia en Rímini en los años treinta, pero nada más lejos de esa primera impresión. Amarcord es un filme que mezcla la realidad de los hechos que «recuerda» el director con los sueños de aquel niño que fue. Por eso, la película es tan misteriosa, ya que quiere atrapar el absurdo de la vida a través de unos personajes grotescos y estrafalarios que se escapan a cualquier análisis racional.

Uno de los mayores aciertos de Amarcord es la manera en la que nos muestra cómo gestionamos nuestros recuerdos. En ella podemos ver cómo construimos nuestra historia personal modificando los recuerdos hasta que todo encaja. De este modo, construimos nuestro pasado al mezclar la realidad con las ilusiones que nunca llegaron a suceder y así obtenemos una historia falsa, pero coherente. La hoguera en la que se queman los objetos inservibles al final del invierno sirve como metáfora de lo que somos. Quemamos lo que no nos sirve para convertirnos en un montón de ceniza agitada por el viento antes de que comience la primavera.

La primera vez que vi esta película tenía catorce años y me asombró. Vista con mis ojos de adulto, Amarcord me ha resultado ahora deslavazada e incoherente. Curiosamente, tan deslavazada e incoherente como la propia vida. Es, desde esta perspectiva, una película muy «realista», pues los episodios se suceden sin un nexo de unión verosímil y la coartada onírica no termina de resultar convincente. Sin embargo, Amarcord posee algunos aciertos sobresalientes, como cuando los personajes hablan a cámara, sobre todo ese abogado que intenta en vano explicar el origen majestuoso de su pueblo, por no hablar de la maravillosa escena de la llegada al pueblo de las autoridades fascistas con todo su insuperable patetismo.

Eso sí, al igual que todos los hombres y mujeres de la película, durante todo el metraje no pude apartar mis ojos adultos de la Gradisca. Este personaje, interpretado por Magali Noël, es el que mejor se adapta a la esencia onírica de Amarcord. Un personaje que, cuando era un niño, no captó mi atención. Tal vez porque la Gradisca es una diosa. Una mujer que camina dos palmos por encima del suelo y esa tristeza que la acompaña se escapa al control de la mirada infantil. No lo sé. Lo que sí sé es que la escena fantasmal en la que la Gradisca se cuela a media tarde en una sala de cine casi vacía es tan prodigiosa como la sutileza con la que Fellini muestra su soledad. El vestido blanco envuelto en el humo azul de su cigarro y la resignación con la que esta mujer de pueblo acepta que sus sueños nunca se cumplirán muestran la asombrosa maestría de Fellini.

Solo por ver a la Gradisca fumar en el cine merece la pena ver Amarcord una y otra vez. Y, también, claro, por descubrir bajo su apariencia azarosa y caótica, una película compleja en la que los sueños de un niño se hacen realidad cuando se transforman en ficción.

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