Pienso en el ritual, en la pendiente, los motores y el humo de Cánovas, los arbustos feos que parten en dos la calzada. Pienso en que, detrás de la esquina, del negocio de coches de segunda mano, esperan mis amigos. Pienso en que, un momento antes de cruzar la esquina, masajeo mi cara y me animo como si estuviera a punto de salir al escenario. Ellos no tienen cámaras, pero bastan sus ojos para que me convierta en otra persona. Una mucho más alegre que la que ha bajado por la calle Antonio Silva unos segundos antes. Luego suelto un chascarrillo prefabricado durante el viaje en autobús que, de forma incomprensible, nunca falla. Ellos ríen y yo disfruto de ser alguien volátil y feliz por unas horas. El caso es que ni siquiera estoy siendo un personaje original. Hasta eso es falso. Lo he aprendido en la película All that jazz. Aquel hombre destruido mirándose frente al espejo cada mañana es mi personaje. El payaso triste. Incluso un reloj parado da dos veces al día la hora exacta.
No soy una excepción. Nadie actúa con naturalidad mientras sabe que lo están mirando y mucho menos si hay cámaras delante registrando sus movimientos. Por eso, las películas caseras tienen siempre un lado irrisorio y ridículo. Los actores profesionales, sin embargo, sí parecen actuar como si nadie los viera, aunque sepan que una cámara registra sus gestos y sus palabras. Sus movimientos no se corresponden con eso que llamamos «realidad», pero la confusión llega a un punto en el que creemos conocer la vida humana por lo que aprendemos de ella contemplando lo que unos actores representan delante de una cámara. Es así. No sabemos nada de la vida de nadie, pero, como vivimos rodeados de ojos y cámaras y de personas que fingen ser lo que parecen ser, creemos conocer el sentido último de la existencia del ser humano.
My Mexican Bretzel, la película de Nuria Giménez Lorang, reflexiona sobre todo ello con un indudable buen gusto. Más allá del artificio cinematográfico, la película se desarrolla con una fluidez de otro tiempo. Nos emociona ver unas filmaciones tan puras. Nos emociona ver esa «verdad» que emana de las grabaciones caseras. Es cierto que la historia que leemos en los subtítulos es menos interesante —sobran lugares comunes— que las imágenes, pero, aun así, la sincronización entre unas y otras otorgan a la película una sorprendente belleza.
En My Mexican Bretzel se nos invita a conocer a dos miembros de la alta burguesía europea en un momento decisivo para el desarrollo de Occidente: los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Vemos cómo se manejan en la nieve con sus abrigos cálidos, navegando en pareja o con amigos por grandes lagos, de visita risueña a una Barcelona ensimismada, en el Mont Saint-Michel con la marea baja o en el bullicio de neón de la Nueva York de los anuncios. Los vemos navegar en barcos recién construidos, volar en aviones trasatlánticos o desplazarse en automóviles deportivos por lugares reconocibles. En ese sentido, no hay muchas sorpresas, pues las vidas de los protagonistas las hemos visto antes en los cuentos de Cheever, en las películas de Douglas Sirk o, incluso, en la serie Mad Men. La alegría del lujo salpicada de pequeñas miserias escritas en un diario. La limpieza de las superficies, los cortes de pelo aseados, la ropa cara y las mansiones llenas del aburrimiento sórdido de los que viven una vida vacía. En definitiva, todo en My Mexican Bretzel es tan real que parece falso.
Sin embargo, después de ver la película no acabo de entender por qué estas dos personas se grabaron durante décadas en sus extensos momentos de ocio. ¿Qué querían demostrar con esas filmaciones? En principio, todo parece indicar que es sólo una demostración de fuerza, pero luego recuerdo Imitation of life, la película de Douglas Sirk, y pienso que, quizá, estos dos personajes se grababan porque querían dejar constancia de que su vida sólo era un escenario de cartón-piedra y ellos, un vestuario elegante. Así, se grababan imitando las imitaciones de vida que los actores representaban en las películas para darle un sentido a sus movimientos, a sus gestos y a sus miradas. Se grababan para poder levantarse cada mañana y creer que una fuerza superior a ellos mismos —una historia más grande que la vida— se desarrollaba ante sus ojos, ante su cámara, que, en algún momento perdido en la memoria, pasó a ser lo mismo.
Por supuesto, no les juzgo. No podría hacerlo de ninguna manera, pues cada uno llena su vacío como puede. Yo lo hacía en la calle Antonio Silva, esa calle por la que bajaba a encontrarme con mis amigos para representar mi papel de adolescente satisfecho, y en la que, como una broma del destino, se encontraba la comisaría que expedía los DNI. En esa oficina, cuando tuve que rellenar por primera vez el impreso, en el apartado para indicar mi profesión escribí «poeta». Pero yo no era poeta. Por desgracia, nunca lo fui, sin embargo, lo deseaba con tanta fuerza como los personajes de My Mexican Bretzel desean poseer una vida llena de aventuras y belleza.
Me gusta leer tus post, porque son muy ilustrativos e interesantes.
Todos tenemos dos trajes o tres, pero sobre todo dos: el traje de ser y el traje de estar. Así es como nos mostramos o nos protegemos.
No he visto la película «My mexican Bretzel». Según filmaffinity es del 2019. Si llegaron a estrenarla aquí, en Zaragoza, no me enteré, no obstante procuraré verla, porque tu explicación es la mar de tentadora.
Un saludo.
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Yo he visto la película en Filmin. En Badajoz creo que no la han estrenado en cines, aunque no puedo asegurarlo por la situación que estamos viviendo desde marzo de 2020.
Gracias por tus palabras.
Un saludo de vuelta.
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