Siempre ganan los mismos. Es un hecho. Siempre ha sido así desde que tengo memoria, pero en los últimos veinte o treinta años se ha agudizado la tendencia. Si no gana el Real Madrid, lo hace el Barcelona. Es verdad que en ocasiones ha ganado el Atlético de Madrid, incluso el Valencia o el Sevilla, pero cada vez es más extraño que esto suceda. Nos robaron la ilusión. Eso también nos lo robaron. Los equipos que no son Real Madrid o Barcelona juegan sabiendo que no podrán ganar títulos. Algún partido sí, de vez en cuando, pero poco más. Y el asunto no es tanto la importancia que pueda tener la victoria, porque en definitiva estamos condenados a fracasar; el problema es que la competición está trucada para impedir una mínima posibilidad de que la victoria de un «equipo pequeño» suceda. No hay espacio para la épica ni para la sorpresa. Solo aburrimiento y canciones lastimeras.
Nadie parece haberse percatado de esta situación, pues a los aficionados de los dos equipos triunfales nos parece bien y nosotros somos la mayoría (soy seguidor del Barcelona). Ni siquiera nos planteamos qué le puede parecer a un seguidor del Celta de Vigo o del Elche. A nosotros solo nos interesa nuestro equipo y su contrario, pues vivimos alojados en esa dicotomía viciosa en la que necesitamos gritar que el otro equipo gana porque ha comprado a los árbitros o porque es el equipo del Régimen. Ayudados por la prensa deportiva y generalista que también afirma las bondades de estos dos equipos mientras menosprecian al resto. A los «equipos pequeños» ni se les valora su participación ni se informa de sus logros más que como complemento a lo que sucede al Real Madrid o al Barcelona.
El Real Madrid es el que tiene más seguidores. No en vano es el que más títulos tiene. El Barcelona también tiene muchísimos títulos y seguidores. Muchos de ellos, como yo, apoyamos a estos equipos con la contradicción propia del mundo en el que vivimos. Del mismo modo que somos conscientes de lo que significa comprarse una camisa en Zara, lo somos también de lo que significa ser un aficionado a alguno de estos dos equipos. Otros, sin embargo, los siguen con la fe ciega de los ungidos por Dios. Para muchos de ellos lo único que da sentido a su vida es el orgullo de pertenecer a la masa ganadora de cualquiera de estos dos equipos. Antonio Montero me dice que una vez escuchó las quejas de un señor de Vallecas que, en vez de seguir al Rayo Vallecano, era del Real Madrid y sufría por ello la incomprensión de sus vecinos. El hombre se justificaba: «desde que nací siempre he sido un perdedor, perdimos la guerra, perdemos en la fábrica y en la vida y resulta que en la única cosa en la que podemos ganar, no me dejan». Es humano querer sentirse parte de los que ganan, aunque sea de la misma forma en la que Paco, el Bajo, se alegraba con las victorias del señorito Iván en las batidas con ministros y embajadores. Defender sus privilegios no nos convierte en privilegiados, pero de alguna manera disimula nuestra pobreza.
Lo que nadie puede dudar, teniendo en cuenta su palmarés, es que el Real Madrid y el Barcelona son los mejores y, por lo visto, siempre lo han sido y siempre lo serán. Tienen a los mejores jugadores, porque tienen dinero para comprarlos. ¿Por qué los demás equipos no tienen dinero para comprar a esos jugadores y vivir sus años triunfales? ¿Por qué le damos tanta importancia a la victoria? ¿Qué es el triunfo?
En una de sus últimas entrevistas Roberto Bolaño fue preguntado por su equipo favorito. Bolaño dijo: «Ahora ninguno. Los que bajaron a segunda y luego, consecutivamente, a tercera y a regional, hasta desaparecer. Los equipos fantasmas». Y quizá ese sea el sueño oculto de cada uno de los seguidores de los equipos de este deporte trucado. Nos gustaría ser seguidores de un equipo fantasma. Un equipo que ya no existe. Un equipo que despareció en las últimas categorías regionales sin dejar siquiera un mal recuerdo.
Me hice seguidor del Barcelona cuando era niño. En el barrio de Cáceres en el que me crié estaba condenado a ser del Real Madrid, pero hubo dos elementos que evitaron la tragedia. El primero fue que heredé una camiseta del Barcelona con el número 9 de Cruyff. El segundo que en la parte del barrio en la que vivía hubo muchos vecinos que emigraron a Igualada y regresaban en verano al barrio y nos contaban las aventuras y desventuras del equipo azulgrana. Casi siempre eran desventuras, porque entonces el Barcelona era algo muy parecido a un equipo fantasma. Era un equipo poderoso, por supuesto, pero casi nunca ganaba. Todavía recuerdo como un sueño aquel centro de Luis Alberto desde la banda izquierda y el remate de cabeza de Marcos Alonso. Era la final de la copa del Rey de 1983. Una alegría desconocida me estremeció. Una alegría que nunca he vuelto a sentir viendo un partido de fútbol, porque ese equipo desapareció año a año hasta convertirse en fantasma. Ese Barcelona, en vez de bajar a tercera y luego a regional, comenzó a ganar títulos en los años 90 y con el nuevo siglo se convirtió en un equipo tan poderoso y avasallador que todavía me dura la vergüenza, ya que en vez de conseguir la gloria de los que no tienen nada, de los que se ahogan en la orilla, se dejó seducir por la baratijas del éxito absoluto y el halago sin límite. En cierto sentido, me siento igual que Oliverio al final de la película El lado oscuro del corazón, cuando la protagonista se marcha dejando en tierra al amor de su vida. Entonces Oliverio dice aquellas palabras en el aeropuerto: «Ana me rompió el corazón, pero al herirlo, lo creó. Nunca lo entenderías. Mi pobre Ana. Mi querida Ana. Nunca hubiera podido pagarte esto que hiciste por mí, iluminaste el lado oscuro de mi corazón. ¿Por qué decidiste permanecer pobre, dejándome a mí tan rico?».
En mi equipo fantasma siempre juega Urruti de portero y los defensas son Sánchez, Tarzán Migueli, Gerardo y Julio Alberto. En el centro del campo, Víctor, Esteban y Schuster. En la delantera juegan el Lobito Carrasco, Marcos Alonso y Maradona. Y ganamos la copa del rey en Zaragoza y luego desaparecemos en la niebla de los fantasmas y las competiciones regionales. Felices en la derrota de los que siempre ganan en el último minuto con un remate de cabeza de Marcos Alonso y se desvanecen luego en el tiempo sin nombre de la infancia.