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Las voces de Adriana

Para escuchar voces diferentes a la nuestra miramos Twitter y Facebook, porque, como cada vez nos cuesta más exponernos, ser vistos, estas redes sociales nos proporcionan abrigo y nos dan conversación desde la distancia. En ocasiones incluso nos dan palabras que necesitamos para entender lo que nos rodea o para modelar nuestros pensamientos hasta convencernos de alguna teoría excéntrica. A veces también nos recomiendan libros. He leído Las voces de Adriana porque Gonzalo Torné la recomendó en Twitter. No conozco a Gonzalo Torné. He intercambiado palabras con él en esta red social, pero no puedo saber si detrás de esas palabras hay un ser humano. Supongo que sí, pero a estas alturas de inteligencias artificiales y adelantos tecnológicos es mucho suponer. Aun así nos hemos acostumbrado a relacionarnos con voces ajenas cuya procedencia desconocemos para mantener conversaciones a distancia. A veces ni siquiera tenemos que llevarlas a cabo. Leemos un tuit y lo contestamos de memoria, sin materializar las palabras en el vacío de los códigos binarios. No escribimos la respuesta, como Adriana, la protagonista de esta novela, que redacta su tesis en la soledad de su casa y a veces da clases aburridas en la universidad. Le gustaría escribir una historia, pero se entretiene en Twitter y en Facebook escuchando la voz de desconocidos para no sentirse sola, aunque está sola. No tiene pareja ni hijos. No tiene familia propia. El hombre de la barba desapareció con sus palabras repetidas y sus frases en bucle. Delicado. Su madre murió llena de secretos y su padre está enfermo y viejo y Adriana lo cuida y, para hacerlo, viaja desde Madrid hasta la costa valenciana. No le gusta cuidar, no sabe cómo hacerlo, preferiría escribir, pero no encuentra el modo de contar la historia de su familia. Su propia historia. Una historia desplazada, llena de viajes sin destino, de cambios de casa, de trabajos en hoteles, en agencias de viaje, en hospitales, de cambios de posición social, de señoritos de comarca a pediatras, de profesor universitario de sexualidad dudosa a representante de una cementera. Por eso Adriana duda y da palos de ciego. Intercala relatos de hombres blancos atrapados en la frontera de Mali, salta en el tiempo, avanza, retrocede, se detiene en detalles que parecen mínimos, como la enumeración de las novias de su padre, y vacila a la hora de ordenar los elementos de su historia, confusos como el mundo en el que nos ha tocado vivir. En la novela se suceden las relaciones amistosas fantasmales, con voces que hablan desde un lugar distinto a este, más allá de los más lejanos que conocemos. Y eso es arriesgado y brillante.

Adriana quiere hablar sobre su madre y sobre su abuela y sobre el silencio que las cubre, sobre la falta de comunicación entre los miembros de su familia. Los hombres callados que beben y descargan su violencia en pueblos pequeños, donde conocen la sexualidad reprimida de las mujeres que no son criadas. Estos hombres viven atenazados por el catolicismo ultramontano que ensalza a los señoritos y aviva el resentimiento social que se convertirá luego en asesinatos y silencio.

El caso es que a Adriana le gustaría contar su historia, pero no encuentra el modo de hacerlo. No consigue encontrar la voz, las voces. Cuando lo hace, en la última parte de la novela, son su madre y su abuela las que no aceptan esas voces. «Pero repito que estas no son mis palabras ni esta es mi voz». Su madre y su abuela se quejan y se asombran de que alguien les haya puesto aquellas palabras en sus bocas, en sus recuerdos, en su imaginación. «Las palabras que uso aquí me son ajenas, no me explican, solo obedecen a un interés que no es el mío». No, dice, «No es eso lo que yo le había contado. Ha escrito lo que le ha dado la gana». Pero Adriana duda: ¿no es todo lo que nos rodea una enorme ficción? «¿Acaso no sabemos que todo es una ficción? ¿Por qué empeñarse en que no lo parezca?» ¿Alguien me oye? ¿Alguien escucha mi voz?  

Juan Marsé quiso incluir una cita de Antonio Machado en Si te dicen que caí. «En los labios niños, / las canciones llevan / confusa la historia / y clara la pena». Desde entonces, siempre que leo una novela que se queda durante semanas en mi cabeza pienso en esa cita. Confusa la historia y clara la pena. Me ha pasado con Las voces de Adriana, la última novela de Elvira Navarro. Una novela con una estructura que parece caprichosa mientras la vas leyendo, pero que acaba por encontrar su sitio cuando descubres que era la única manera de contarla. 

El riesgo de Elvira Navarro a la hora de contar la historia es admirable, pues los elementos narrativos sin orden aparente conforman un todo hipnótico y revelador, casi místico, que convierte a Las voces de Adriana en una reflexión sobre quiénes son los que dictan nuestras palabras y qué historia —personal— construimos luego con ellas. Sin olvidar la descripción detallada de cómo la familia tradicional aniquila a sus miembros y de que somos, sin poder evitarlo, lo que fueron nuestros antepasados. Y así, una familia que no se toca, una familia en la que apenas hay muestras de cariño, solo puede generar mujeres vacías que miran Twitter y Facebook y que comparten tardes de sábado con hombres cualquiera a los que conoce en Tinder. 

Y, por si todo esto fuera poco, la novela tiene una cubierta preciosa.

Las voces de Adriana de Elvira Navarro ha sido publicada por Random House.

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