Non servono più eccitanti o ideologie
ci vuole un’altra vita.
Franco Battiato
1
Albert Camus tenía veintinueve años cuando publicó El extranjero. Una novela en apariencia ligera —apenas 140 páginas— que te desarma desde la primera línea. ¿Quién es ese tipo que no recuerda el día de la muerte de su madre? De inmediato, queremos saber más de esa voz que nos interpela con sus oraciones afiladas, queremos entender por qué alguien no puede recordar una fecha tan relevante y seguimos leyendo, asombrados, para encontrarnos con un tipo extraño, extranjero de sí mismo, que no solo no disfruta de la vida —el amor no le provoca ningún interés, como tampoco le interesa ascender en su empresa—, sino que la vive como un autómata. Se levanta de la cama cada mañana después de un sueño plácido, marcha al trabajo y lo desempeña con diligencia, después come, fuma y bebe en locales públicos en los que conversa con conocidos, hace el amor con mujeres, viaja los fines de semana a la playa, pero no parece un hombre, al menos no se parece a esa imagen que tenemos de un ser humano. El protagonista solo es un ente programado para deambular de un lado para otro, alguien idéntico a esos «replicantes» que luego, muchos años después, veremos recitar versos en lo alto de un edificio mojado por la lluvia y las luces de neón.
Lo peor es cuando descubrimos que ese tipo, que se llama Meursault, se parece mucho a nosotros —o nosotros nos parecemos mucho a él—, a pesar de que la acción de la novela se sitúe a principios de los cuarenta y que, por lo tanto, ya hayan pasado ochenta años desde su publicación. Es tanto el parecido que su comportamiento provoca terror. El terror de las verdades reveladas. El terror de la certeza. Dice: «Pero todo el mundo sabe que la vida no vale la pena ser vivida» y no podemos evitar apartar los ojos de la página.
Después de leer la novela, después de leer oraciones como «Desde que uno debe morir, es evidente que no importa cómo ni cuándo», todo el sistema moral, religioso y político que nos domina desde la infancia —un sistema idéntico al que conoció Albert Camus— se pierde en el sinsentido de su propio vacío. Descubrimos que solo somos individuos abocados a no tener una vida digna de tal nombre gracias al «bien común» con el que justificamos nuestro aburrimiento cotidiano. Ese engaño venenoso y piadoso que nos enseñó Claudio Rodríguez en su poema «Cáscaras»:
Los sindicatos, las cooperativas,
los montepíos, los concursos;
ese prieto vendaje
de la costumbre, que nos tapa el ojo
para que no ceguemos,
la vana golosina de un día y otro día
templándonos la boca
para que el diente no busque la pulpa
fatal, son un engaño
venenoso y piadoso. Centinelas
vigilan. Nunca, nunca
darán la contraseña que conduce
a la terrible munición, a la verdad que mata.
Albert Camus tenía veintinueve años cuando publicó El extranjero. Es difícil de entender cómo alguien que no había cumplido los treinta pudo ser consciente del vacío que nos rodeaba y, por supuesto, cómo lo explicitó a través de la figura de Meursault, ese hombre que es en el fondo todos los seres humanos. Condenado, como todos, a repetir cada día el mismo ritual absurdo al que llamamos vida. Una vida vivida en presente pues el futuro suele presentarse como una nebulosa sin interés y el pasado ya no sirve para justificar con él lo que nos sucede. Sin embargo, a pesar de la congoja que provoca la lectura de la novela, en las páginas finales hay un pequeño lugar para la esperanza. Entre las palabras tristes y monocordes de Meursault se cuela, casi sin que nos demos cuenta, una reflexión sobre la vida futura, sobre una vida nueva: «Fui asaltado por los recuerdos de una vida que ya no me pertenecía más, pero en la que había encontrado las más pobres y las más firmes de mis alegrías: los olores de verano, el barrio que amaba, un cierto cielo de la tarde, la risa y los vestidos de María». Quizá entre esas alegrías pobres esté el futuro de los seres humanos. Quizá no.
2
La primera vez que El extranjero llegó a mis manos yo apenas tenía veinte años y, desde entonces, es un libro que he ido leyendo con renovado asombro en las últimas décadas. Siempre lo he leído en la humilde edición de Alianza y Emecé traducida al castellano por Bonifacio del Carril, un oscuro escritor argentino, que dota al texto de un extrañamiento mayor, pues siempre en mi cabeza los personajes de la novela, aunque son franceses/argelinos, son también de alguna manera porteños. Y así Meursault bien podría ser un personaje de un cuento de Borges. Un personaje principal de la literatura fantástica que busca la esencia del mundo sin éxito.
Sin embargo, lo más sorprendente de la lectura de El extranjero es su absoluta vigencia. Incluso diría que en cada nueva lectura su vigencia es mayor, aunque esto se debe a que el lector que se enfrenta a ella cada vez es más viejo y cada vez, por lo tanto, carece de más certezas. Así, cada vez me asombra más con qué precisión describe la rutinaria vida a la que todos estamos condenados, el retrato certero de cada uno de nosotros. Seres humanos incapaces de disfrutar ni siquiera de un instante de belleza a lo largo del día. Seres humanos que malgastan su tiempo satisfaciendo unos instintos domesticados.
En 1983 Franco Battiato pedía otra vida en una de sus más bellas canciones: Un’altra vita. Ojalá llegue pronto.
Ciertas noches para dormir me pongo a leer,
y tal vez necesitaría de instantes de silencio.
Ciertas veces también contigo, y sabiendo que te quiero,
me enfado inútilmente sin una verdadera razón.
En las calles, por la mañana, el denso tráfico me agota;
me enervan los semáforos y los stops,
y por la tarde vuelvo con molestias especiales.
No sirven tranquilizantes o terapias,
se quiere otra vida.
Sobre el diván, rendido, el mando a distancia en la mano,
historias de bajos fondos, Dallas y Los ricos también lloran.
En las calles, la tercera línea del metro que avanza,
y coches aparcados en triple fila,
y por la tarde, vuelvo con aburrimiento y cansancio.
No sirven más excitantes o ideologías,
se quiere otra vida.
Me han entrado muchas ganas de leer El Extranjero de Albert Camus…
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