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El fin del gran arte

El sueño de la razón produce monstruos
y el exceso de análisis ni te cuento.

Julio César Pérez

Ricardo Piglia decía que, si no hubiésemos heredado la creación artística de la tradición, no habría surgido en nuestro mundo contemporáneo. Esa tarea absurda de entregar tu tiempo a la creación de una novela, de una sinfonía o de una obra de teatro no encontraría espacio en un mundo como el nuestro regido por el pragmatismo. Basta recordar ahora la célebre carta de Luis Cernuda a José Ángel Valente en septiembre de 1963 ―apenas un mes antes de la muerte de Cernuda― en la que el poeta sevillano escribía: «Aparte de esto, ningunas ganas tengo de escribir. La broma duró ya bastante y se aburre uno de tenerlo todo en contra». Produce escalofríos leer la palabra «broma» para referirse a una obra de las características de La realidad y el deseo y, al mismo tiempo, es desolador comprender hasta qué punto la creación artística ―excelsa en este caso― no sirve siquiera para justificar una existencia tan desdichada como la de Luis Cernuda. Pues el propósito de toda una vida aparece vacío cuando se observa con la muerte a las puertas y el reconocimiento póstumo de nada sirve ya a los que, como Cernuda, murieron hace casi sesenta años. Sin embargo, los seres humanos seguimos creando novelas, cómics o esculturas quizá llevados por la inercia de nuestros predecesores, sin pararnos a pensar en lo inútil de nuestro empeño. Por lo que no es extraordinario encontrar artistas encerrados en sus habitaciones construyendo tramas o componiendo estrofas con una estúpida fe en la inmortalidad o, en el mejor de los casos, con un propósito mucho más modesto: comunicar a unos pocos aquello que les atormenta o que ―creen― necesita ser sabido.

En El fin del gran arte, Julio César Pérez reflexiona sobre todo ello con una lucidez asombrosa. Nos detalla, con un trazo en apariencia descuidado, que buscar la inspiración en las tripas de una cucaracha o escuchando a un perro puede llegar a ser tan desconcertante como hacerlo mirando las olas que rompen contra los acantilados de Étretat. Según el autor, estas búsquedas tienen algo en común: no sirven para nada, porque no podemos saber de dónde llega esa inspiración o ―y esto es lo importante― porque no podemos saber por qué nos sentimos obligados a crear.

El fin del gran arte tiene varios planos de significado y, por lo tanto, funciona al mismo tiempo como un cómic, como una obra de teatro y como un autorretrato más o menos ficcional. No es innovador en este sentido, pero quién puede serlo a estas alturas. En todos los planos, eso sí, brilla un humor afilado que nos arranca la risa mientras nos hace reflexionar sobre el poco espacio que cada uno de nosotros ocupa en la historia de la civilización, sobre nuestros pensamientos en bucle acerca de los más variopintos asuntos, sobre nuestro servilismo hacia las convenciones y, también, sobre cómo las palabras acaban perdiendo su significado y se convierten en palabras distintas. Lo podemos ver en el momento en el que nuestro Rey elefante explica en la televisión: «Cuando la democracia instituciones peligran el ave de la violencia tutelada por el yo-estado despliega sus pavorosas alas la libertad debe ser protegida». Ese humor resplandeciente lo mismo nos sirve para ese Rey que habla sin respetar las normas de la gramática y que tiene los días contados porque «ya no lo quieren» o para el protagonista/creador de la obra de teatro al que lo primero que escuchamos decir es «Quiero dejar constancia, soy un genio». Luego la muerte se le aparece vestida de futbolista y, un poco más tarde, se siente preparado para convertirse «en el recipiente vacío, dispuesto a ser ocupado, colmado por el gran ARTE».

Ese humor sutil y audaz, presente a lo largo de todo el libro, es el que sostiene una de sus ideas fundamentales: aunque sigamos creando obras de arte, la figura del «creador» obsesionado y dedicado por completo a su obra es una figura grotesca que provoca risa. No hay espacio ya para Juan Ramón o para Dalí. Los creadores de ahora son personas más cercanas al suelo, más humanas. Personas que cuando salen a la calle notan la indiferencia de sus vecinos y temen a ese señor, sentado en una silla al lado de un garaje, que los mira desafiante.  

Además de todo lo dicho, que no es poco, El fin del gran arte contiene algunas páginas que hacen bueno el nombre de la editorial que lo publica, Belleza infinita. Las que se corresponden con el final del segundo acto son un buen ejemplo de ello, pues son belleza en estado puro, por no hablar de la inteligente disposición de las viñetas de las páginas 132 y 133 o de la lúcida mezcla de elementos de la alta y la baja cultura, algo muy parecido a lo que sucede con el nombre del autor, muy parecido al del protagonista de Niebla de Unamuno, en el que se juntan un nombre grandioso, Julio César, con un apellido pedestre, Pérez.

Una muestra de esta mezcla de la baja y la alta cultura podemos verla en el poema que aparece al final del segundo acto: Oh, Babar, / rey del mundo. / Relaja la raja. / Escucha a los sabios, / no vayas de guais. / Calma, chaval. / Oh, Babar, / rey del mambo. / No te flipes. / Piensa en el bien de tu pueblo. / Calma.

(Por cierto, es casi imposible no relacionar a ese Rey Babar, a ese Rey Elefante, con otro Rey y con otro elefante y con Botsuana y con discursos incomprensibles. Aunque, claro, quizá no tenga nada que ver).

Todos estos apuntes ―y otros muchos que no caben en estas líneas― parecen confirmarnos que quizá Julio César Pérez no sea un genio, pero…

El fin del gran arte de Julio César Pérez ha sido editado por Belleza Infinita.

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