Hacia el final de la obra, Willy Loman sale de noche a las inmediaciones de su casa y se dedica a sembrar semillas por entre los grandes edificios de ladrillo que le cercan. Es un acto inútil, desesperado, pues sabe que ninguna de esas semillas dará fruto. Para que crezcan, deberían tener unas condiciones favorables, pero no es el caso. Nada puede crecer allí, en esa Nueva York de los años 40 que tanto se parece a nuestras ciudades de ahora.
La clase trabajadora, como Willy Loman, se dedica aún a sembrar en terrenos baldíos convencida de que obtendrá éxito. Y no un éxito cualquiera, sino el éxito definitivo. El trabajador se imagina en el jardín de una casa gigantesca donde mira el tintineo de sus pulseras de oro mientras bebe un cocktail tumbado bajo un dulce sol de primavera. El gran logro de la sociedad capitalista es habernos convencido de que, a pesar de que vivimos alrededor de la miseria, nosotros seremos triunfadores y llenaremos el estadio y nos acosaran a la espera del autógrafo en callejones oscuros bajo la lluvia como en el principio de Opening Night.
Pero nunca seremos triunfadores, alguien nos dijo que no lo seríamos. Se llamaba Arthur Miller y escribió esta obra para decirnos que no somos nada. Solo pequeñas piezas de un gran engranaje. Pequeñas piezas que, por supuesto, se desechan cuando ya no son útiles. Nos lo dijo hace ya setenta años en una obra tan actual que parece haber sido escrita ahora mismo. Una obra vigorosa que parece un viaje lleno de curvas en el que conocemos el pasado, el presente y el futuro al mismo tiempo, y en el que aprendemos que los aparatos eléctricos se estropean cuando terminas de pagarlos y que los trabajadores no heredan la empresa cuando se hacen viejos, a pesar de las promesas y las deudas contraídas por el dueño. A los trabajadores los despiden cuando ya no sirven, cuando son viejos, porque todo lo viejo se reemplaza por la novedad, como hicieron con los olmos que fueron sustituidos por grandes edificios de ladrillo delante de la casa de los Loman. Willy se lamenta y dice que «la calle está llena de coches. No corre un soplo de aire fresco en todo el barrio. Ya no crece la hierba, no puedes cultivar una zanahoria en el patio trasero. Debería haber una ley contra los bloques de pisos. ¿Recuerdas aquellos dos preciosos olmos que había ahí? ¿Y cuando Biff y yo colgamos el columpio entre ellos?».
Cuando vemos Muerte de un viajante asistimos atónitos a la triste realidad de nuestra propia vida. En el fondo, todos somos viajantes que nos entretenemos por el camino y vivimos nuestras pequeñas aventuras en hoteles de mala muerte y compramos nuestra casa y regalamos medias de seda y tenemos hijos e imaginamos para ellos una vida de triunfos y dinero, y decimos ya vamos a salir de esta, cuando terminemos de pagar el coche, podremos comprar una cocina nueva, y cuando terminemos de pagar la hipoteca, seremos por fin libres. Pero nunca sucede nada. Todo siempre es idéntico a lo que ya hemos vivido, pero seguimos viajando sin querer saber cuál es nuestro destino y eso nos hace desgraciados, a pesar de las risas de fin de año y de las celebraciones familiares, porque siempre termina por aparecer la epifanía, siempre hay un momento en el que comprendemos que no somos nada. A Biff, el hijo mayor de los Loman, no le ha costado aprenderlo toda la vida. Ha sido más listo que su padre, que todavía sueña con tener un funeral al que asistirán cientos de personas que le recuerdan con admiración entre lágrimas. Biff sabe que no es nada, que nunca ha sido nada y que nunca lo será. Solo tiene treinta y cuatro años y sabe que el juego de la vida está trucado y que nunca se hará rico en Alaska, ni tampoco encontrará diamantes en África.
Willy Loman tarda más en comprenderlo, pero lo hace: «Es curioso, ¿sabes? Después de las carreteras, los trenes, las citas y los años, acabas valiendo más muerto que vivo».
Tuve la suerte de verla ayer en el Teatro López de Ayala y me sorprendió la belleza de la puesta en escena y la sobria dirección de Rubén Szuchmacher. La escenografía, compuesta por cuatro sillas, unas pocas paredes de ladrillo y luces de neón, consigue transmitir el vacío en el que viven los personajes. Imanol Arias, por su parte, estuvo conmovedor mostrando la fragilidad de Willy Loman en una interpretación formidable.
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