Cuando en 1952 Jorge Luis Borges escribió «Clásico no es un libro que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad» sus cuentos todavía no eran clásicos. Apenas habían pasado ocho años desde la publicación de Ficciones y nadie leía a Borges «con previo fervor ni con una misteriosa lealtad». Era un escritor de su tiempo y los lectores que se acercaban a una librería a adquirir alguno de sus libros no lo hacían para leer a ningún mito de la literatura, lo hacían para leer libros que hablaban sobre ellos y sobre la sociedad en la que vivían. Ricardo Piglia, en una de sus memorables clases sobre Borges en la TV Pública argentina en septiembre de 2013, dijo: «Ustedes tienen que imaginar lo que era en Buenos Aires que alguien comprara el diario La Nación y se sentara a leer Tlön, Uqbar, Orbis Tertius en 1940. Yo a veces quisiera tener la posibilidad de ver qué le habrá parecido a la gente del diario La Nación cuando lo abrieron y se encontraron con eso ¿no? ¿Qué es eso?». La respuesta a esa pregunta nos ayudaría a comprender la relación tan íntima que establecen los lectores con los autores de su tiempo.
La cancelación y sus enemigos, el ensayo escrito por Gonzalo Torné en colaboración con Clara Montsalvatges, no parece en principio que vaya a hablarnos sobre la relación de los lectores con los escritores de su tiempo. Cuando lo compré, ya había leído el artículo que abre el volumen y, para qué mentir, pensé que iba a encontrarme un buen montón de jugosas ironías y chistes bienhumorados sobre el modo en que se usa el concepto de cancelación por ciertos afamados intelectuales. Alguna ironía sobre el asunto se puede encontrar en el libro junto con argumentos sólidos sobre el abuso que algunos hacen de la condición de «víctimas» de conspiraciones y ataques a su libertad de expresión, pero en la página 33 aparecen estas palabras: «Leemos para ampliar nuestra visión de la vida, los recursos de nuestra inteligencia, y para mejorar nuestra plasticidad moral, no para revolcarnos en la estupidez, los tópicos enmohecidos y la presbicia de constatar la propia importancia». Una definición tan certera sobre la lectura me descolocó de tal modo que el libro desde ese momento se convirtió para mí en una propuesta lúcida sobre cómo se debe leer en nuestro tiempo, sobre cómo debemos ser una «audiencia emancipada» que exige lo que merece.
En La cancelación y sus enemigos se nos habla de la pervivencia de los clásicos y se afirma que «la de clásico es una condición perecedera y temporal, sujeta a los caprichos de los vivos, los únicos vencedores de la guerra del tiempo». Una cita que dialoga con la de Borges y que, de alguna manera, la desautoriza. Un lector emancipado no lee siguiendo el criterio establecido por el canon, no lee con «previo fervor», sino guiándose por las exigencias de la sociedad a la que pertenece. Cuando un lector, de cualquier época, se dispone a leer un libro, pone en juego tanto los elementos presentes en la obra como los que se encuentran en la sociedad que la rodea. Por eso, leer en plenitud a Borges en 2022 es imposible. Ninguno de nosotros vive en los años cuarenta y, además, ninguno de nosotros puede leer de manera inocente al escritor argentino después de los miles de trabajos críticos que se han publicado sobre su obra. Nadie puede leer ningún clásico de manera inocente.
En 2022 tenemos que lidiar con una realidad distinta a la de 1940, en la que, además de convivir con otros principios sociales, políticos y culturales, nos enfrentamos con el fantasma de «la cancelación positiva» (otro de los hallazgos de este ensayo). «La cancelación positiva» no es otra cosa que esos libros llenos de buenas intenciones y escaso nervio literario que, en ocasiones, consiguen el beneplácito de las masas. Sucedió con Patria, la novela superventas de Fernando Aramburu que aportaba un «relato» dispuesto a ganar el primer premio en una competición de buenismo. Y lo ganó. Ya lo creo que lo ganó. Clara Montsalvatges se pregunta, aunque quizá no pensara en esta novela: «¿Cómo va a ser mala una representación bondadosa, bienintencionada y cordial?» Si podemos responder a esa pregunta sin titubeos, nos convertiremos en lectores emancipados. Lectores que no aceptan la lectura de mercancía averiada.
Sin embargo, convertirse en lector emancipado no es una tarea fácil, porque en muchas ocasiones estamos tentados a ser como «esa gente agradable, culta y un poco pusilánime, que prefiere recrearse en victorias ya ganadas por el esfuerzo intelectual de otros que preocuparse de las obras de su tiempo, a las que solo ellos podrán dar réplica, eso sí, sin apoyos ni muletas» y no luchamos contra los manuales de literatura que fijan el pasado ni contra los suplementos sabatinos que intentan condicionar el presente. A veces no somos tan valientes como para obviar el trabajo de las grandes editoriales empujándonos a comprar su último bestseller ni, por supuesto, para no repetir ese trágico lugar común de que debemos esperar para leer una obra, pues solo el tiempo puede actuar como juez literario. La cancelación y sus enemigos nos recuerda que debemos enfrentarnos a la literatura de nuestro tiempo con valentía, como si nos fuera la vida en ello, y solo por eso ya merece la pena su lectura, aunque, por supuesto, haya mucho más.
Porque, para decir toda la verdad, Gonzalo Torné quizá no hable de los lectores en su libro, quizá no sea ni de lejos el tema principal del ensayo, quizá no hable tanto de los lectores como de los escritores, pero, haciendo una pequeña trampa y dando un pequeño salto mortal, podríamos decir que los dos formamos parte de la misma categoría. Somos el haz y el envés de una única moneda. De algún modo, los dos podemos ser el artista que, casi al final del libro, es interpelado por Torné: «El problema del artista siempre es el mismo: dejar de contar lo que ya está contado y aceptado como literatura […] y reconocer su presente como un asunto literario, abordar lo que solo él puede abordar porque todos los maestros del pasado están muertos, sordos y ciegos, y no pueden hacerlo por nosotros, ni siquiera ayudarnos». Esta cita bien podría haberla usado Galdós cuando pronunció su discurso de ingreso en la Real Academia en 1897. Un discurso titulado La realidad presente como materia novelable en el que, como no puede ser de otro modo, se dirigía a aquellos que como él vivían un cambio de siglo lleno de zozobras y miserias, pero también de esperanzas.
Pensar que Galdós puede «hablar» a los lectores de 2022 es un ejercicio de fe y un acto de cobardía. Entre otras cosas porque Galdós está muerto, sordo y ciego, igual que Borges, igual que Cervantes y todos los clásicos habituales. Sin embargo, Gonzalo Torné parece más vivo que nunca, por no hablar de la vitalidad de Clara Montsalvatges, esa chica sensible que no dice palabrotas, pero es capaz de decir: ¡Currutacos! ¡Estamos rodeados de currutacos por todas partes! Y no parece que le falte razón.
La cancelación y sus enemigos de Gonzalo Torné está publicado por Anagrama.