The Irishman. Así se titula la última película de Scorsese. Una película que me atravesó como un camión de reparto de carne con su ritmo pausado y su capacidad evocadora. A pesar de lo excesivo de su duración y de una arriesgada elección de actores, The Irishman funciona llevada por una puesta en escena de otra época y por su trepidante montaje. Lo mejor, de cualquiera manera, se encuentra al final, en una última hora memorable, con esa sensibilidad y esa lucidez para ver la muerte de cerca y saber contarlo. Saber contarlo para los que todavía creemos estar lejos.
Hay mucho más. Los viejos mafiosos juegan a la petanca en el patio de la cárcel y esa escena menor se convierte en un hermoso homenaje a toda una pandilla de amigos. Una pandilla envejecida que son los héroes de mi generación, los grandes más grandes de mi generación: Robert De Niro y Al Pacino. No lo sabía, pero al comprobarlo, me di cuenta de que De Niro tiene la misma edad que mi padre. Al Pacino tiene tres más y Scorsese, por su parte, es sólo un año mayor.
De alguna manera, la película encierra una pequeña despedida a todos ellos. Una última partida de la vieja banda. Un último vals, porque la música corre a cargo de Robbie Robertson —también de la edad de mi padre— y sirve como colofón a una carrera, la de Martin Scorsese, admirable. Hay Taxi Driver en la película, y Goodfellas, y Casino y todo lo que ya hemos visto tantas veces con tanta admiración: la relación de la mafia con el poder, los Kennedy, Hoffa, los italo-americanos, la conversación en bucle sobre pescado en el asiento trasero de un coche llena de significados ambiguos, de bromas indescifrables, las confidencias en habitaciones de hotel, ese amor callado y subterráneo entre hombres duros, leales y sin sentimientos.
Los actores, por edad, ya no están para representar papeles de jóvenes. Según parece, les han rejuvenecido la cara con ordenadores, pero sus movimientos son los de hombres de ochenta años, hombres curtidos en mil batallas, llorando como niños. Todo eso me saca de la película en ocasiones, sin embargo, en la última hora no hay ordenadores ni jóvenes luchando por la vida. En ella se cuenta cómo un anciano elige su ataúd y el lugar en el que será enterrado. Un anciano que se arrepiente de no haber hecho una llamada de teléfono a la viuda que nunca sabrá que lo es. Un anciano que quiere hablar con una hija que nunca lo perdonará. ¿Cómo perdonar a un asesino? ¿Cómo querer a un padre que nunca lo fue? ¿Cómo escapar de esa culpa?
«Están todos muertos», le dicen los del FBI para que confiese, pero él se niega. No, él no sabe nada. No sabe de qué le están hablando. Ninguno sabemos de que estamos hablando, ¿verdad, Scorsese?, pero dejamos la puerta abierta por si acaso. Nosotros también dejamos la puerta abierta por si acaso.