Veo las luces de la ciudad desde el volante de un taxi en la madrugada. Son azules y verdes. Algunas son blancas. No es una ciudad cualquiera. Es Nueva York a finales de los 70. Ahora mismo algunos buscan su lugar en el mundo dentro de las salas oscuras de los cines porno, otros en los bares abiertos hasta el amanecer, pero la mayoría está intentando dormir en un apartamento barato rodeado de trastos inútiles. Por las ventanas entreabiertas suenan gritos de desconocidos que discuten entre ellos por apuestas no cobradas. Las amenazas de muerte se acumulan y suben por los desconchones de las paredes hasta los dormitorios en penumbra. En ocasiones incluso suenan disparos y las sirenas lejanas de los coches patrulla y da toda la impresión de que nadie duerme en esta ciudad, de que las luces de neón ciegan a los transeúntes, a los vagabundos, a la gente herida. Algunos, todavía ciegos, chapurrean historias sobre el apocalipsis en los asientos traseros del taxi, mientras se ríen, colocados, y manchan de ceniza la tapicería oscura.
Cuando estuve en la selva, un tipo me contó una historia incomprensible. Un muchacho de Iowa perdió una oreja a causa de las heridas provocadas por la metralla de una bomba que estalló a su lado. El resto de los daños sufridos, aunque graves, no tardarían en sanar gracias a la atención y los cuidados de los médicos, pero el chico estaba trastornado por la idea de regresar a casa sin su oreja. De tal modo que una noche se escapó del hospital de campaña y se internó en la selva para recuperar lo que era suyo. Nunca más se supo de él. El tipo que me contó la historia se reía en este punto de su relato. Luego me dijo: «De cualquier manera, nunca hubiera podido encontrarla, porque la tenía yo». Se reía con la boca abierta, sentado en el suelo, como si hubiera encontrado una vía de comunicación con el más allá. Entonces, se abrió la camisa y me mostró un hilo de sedal anudado a su cuello en el que colgaba una ristra de lo que parecían orejas humanas. «Tócalas si quieres. Son de primera calidad». Luego se empezó a reír con los ojos cerrados al comprobar que toda aquella historia no me hacía ninguna gracia. Todavía no sé por qué se reía aquel tipo ni por qué demonios me contó aquello. De cualquier manera, ya forma parte del pasado. El presente se llama Nueva York. La década de los 70 está llegando a su fin y, cuando es de día, la ciudad se transforma, ya no parece tan sucia como un confesionario, y los neoyorquinos van sonrientes a sus trabajos vestidos con trajes claros. Un día me fijo en una mujer de pelo rubio que trabaja como voluntaria en la oficina de un candidato a la presidencia de los Estados Unidos. De los bucles de su pelo es muy fácil enamorarse. Hacerlo del candidato no lo es tanto, a pesar de que ha prometido limpiar toda la basura de las calles y devolver el brillo de los viejos tiempos a la vieja Nueva York. No he conocido jamás a ningún político que no quiera llevarnos de regreso a los viejos tiempos, el problema es que nunca explican a qué momento concreto del pasado se refieren con esa expresión tan estúpida. Por lo que a mí respecta, nunca he conocido ningún tiempo mejor que éste y mi rabia no tiene nada que ver con la nostalgia por una época pasada. Sé que la Historia no puede regresar, aunque a veces parece que se repite a cada momento todo lo vivido. Nuestra imaginación, en el mejor de los casos, es capaz de recrear lo que sea necesario para que podamos aprehender el presente, pero Betsy no sabe de qué hablo cuando se lo explico en una cafetería. Me dice que soy un tipo contradictorio y me habla de Kris Kristofferson como si él fuera el verdadero hijo de Dios. Betsy debería leer más la Biblia. Allí se explica cómo Dios creó a los Estados Unidos para salvaguardar su legado, por eso colocó a nuestro país en el centro del mundo y, por eso, es el único país contemporáneo que aparece en la Biblia. Mi nombre —aunque esto no se lo digo— también está escrito en el libro. Es un hecho, pero no quiero hablar mucho más sobre ello.
Tiempo después, en una noche muy oscura, conocí a Iris y, desde ese mismo instante, supe que ella debía regresar a Pittsburgh. Recuerdo el billete entrando por la ventanilla del taxi y el sonido del tacón de los zapatos contra el cemento de la acera. Es un ruido monótono y triste, pero necesario, porque la repetición es necesaria para que podamos entender el significado oculto del mundo. Sé que no hay acción que no suceda por un motivo, pues todo está organizado de alguna manera que nosotros no podemos comprender. Por ejemplo, nunca he estado en Pittsburgh, pero desde el primer momento supe que ella necesitaba regresar. Las luces de neón de la madrugada no son suficientes para comprender la grandiosidad de la vida, aunque eso Iris no lo comprendió hasta su vuelta.
Un poco más tarde sucedió todo en aquella habitación, la sangre en las paredes y la herida en el cuello, mi nombre en los periódicos y la sonrisa amable de las enfermeras de uniforme blanco, pero Iris está ahora en Pittsburgh, en una casa de dos alturas pintada de blanco como el uniforme amable de las enfermeras. Eso es lo único importante. Su madre ha dejado un bizcocho al lado de la ventana entreabierta de la cocina para que se enfríe. Cuando regresen de la Iglesia lo tomarán de postre, porque hoy es Domingo de Resurreción, aunque no para mí. Yo estoy trabajando. Veo las luces de la ciudad desde el volante de un taxi en la madrugada. Son azules y verdes. Algunas son blancas. No es una ciudad cualquiera. Es Nueva York a finales de los 70.
Maravillosa película que vi hace tiempo y genial Robert de Niro. Hay una frase en tu relato que me parece magnífica y que, desde mi punto de vista, encierra mucha verdad: «Sé que no hay acción que no suceda por un motivo, pues todo está organizado de alguna manera que nosotros no podemos comprender».
Nueva York, para mí, es un mundo misterioso de soledades. Una jauría de ruido de mil procedencias; sin embargo, me llamó la atención que en el metro nadie hablara con nadie. Es como si cada individuo, al salir de casa, se colocara una orejeras con la intención de no ver nada más. Es la impresión que tuve cuando visité esa ciudad.
Interesantes tus relatos.
Un saludo.
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Mucho que me temo que no sólo sucede en Nueva York. La soledad es un fantasma que se ha apoderado de nosotros sin que nos hayamos dado cuenta. Sin embargo, es cierto que en las grandes ciudades ese sentimiento se amplifica. El metro siempre ha sido muy elocuente en ese aspecto para los que vivimos en ciudades pequeñas. Miles de personas reunidas en un lugar, incluso con contacto físico, que se ignoran las unas a las otras.
Muchas gracias por la lectura.
Un saludo.
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