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La dolce vita

La dolce vita es una de esas películas que recuerdo haber visto hace muchos años, pero de la que en realidad apenas tenía cuatro o cinco fogonazos. Una película que vi sobre todo porque era una película de las que «había que ver» cuando uno descubre que el cine es algo más que mirar una pantalla, cuando descubre que el cine es más grande que la vida. La vi en algún momento difuso de la adolescencia o primera juventud, en aquellas copias horribles que pasaban por televisión con doblajes penosos, llevado por la pasión de completar todo el muestrario de grandes obras maestras que venía en los libros, a pesar de que entonces no sabía aún que era el desencanto. El caso es que no tenía ni la menor idea de qué demonios era el desencanto.

La he vuelto ver ahora en versión original y en una copia restaurada. Y lo primero que llama la atención es que tiene una presencia formidable. La fotografía y la puesta en escena son abrumadoras. Los actores están espléndidos a pesar de que, en ocasiones, se notan los costurones de la trama y parecen perdidos en escenas demasiado largas. Sobran fiestas en la película, es obvio. La idea la hemos captado desde la primera, pero Fellini se repite y parece claro por qué lo hace. Muestra ese mundo aburrido y rutinario de las fiestas noctámbulas por las que vagan hombres y mujeres en caída libre para remarcar la figura atormentada de Marcello Rubini, ese escritor que se entretiene y no termina de escribir nada, porque no se atreve a escribir nada. La dolce vita muestra cómo incluso algo tan lúdico y placentero como una fiesta acaba por convertirse en aburrido cuando se repite en el tiempo. La película, además, refleja con detalle el camino de un hombre de provincias hacia el centro mismo de la cultura de la gran ciudad y su desilusión al descubrir que allí, donde él creía que estaba la verdad del ser humano, no hay espacio para la sorpresa ni para la pasión. Todo es una sucesión de días vacíos, tan vacíos como el circo en el que se convierte algo tan íntimo como el sentimiento religioso en esa escena fascinante y esperpéntica de la aparición de la Virgen.

Lo más angustioso de la película es que Marcello Rubini, a pesar de todo, es la viva imagen del triunfo. Es atractivo —irrestible tanto para hombres como para mujeres—, admirado por su trabajo y, además, tan inteligente que siempre tiene una frase oportuna en la boca para soltarla en el momento preciso. Sin embargo, es sólo una máscara. En el fondo, es sólo un personaje que ya ni siente ni entiende ni le interesa nada de lo que sucede alrededor. Ha perdido la pasión por llevar a cabo aquello que le gustaba hacer, y que además hacía muy bien, por una inercia de acciones repetidas que no significan nada, pues están planificadas de antemano y han perdido, por lo tanto, su capacidad de asombro. Todo es entretenimiento, frivolidad y vacío, y, a pesar de que el amor, la muerte, la belleza y la creación artística son temas que van desfilando por la película desde el viaje en helicóptero del principio hasta llegar a la playa del final, todos esos temas se reducen a uno: vivir la vida con intensidad es una quimera imposible de alcanzar por los seres humanos.

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