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Contra la cinefilia

Contra la cinefilia es un espléndido ensayo sobre cómo el cine ―una manifestación artística apenas centenaria― ha sufrido a lo largo de su pequeña historia una turbulenta relación con los críticos, con los espectadores y, sobre todo, con los cinéfilos, esas personas capaces de ver dos o tres películas cada día con la esperanza de encontrar alguna revelación en ellas. Vicente Monroy reflexiona con acierto sobre el amor desmedido que hemos tenido al cine y sobre la influencia que tuvo en nuestra percepción del séptimo arte el trabajo de los críticos de los años 50, 60 y 70. Un amor irracional por la crítica cinematográfica que, de alguna manera, nos llevó a matar aquello que tanto amábamos.

¿Por dónde empezar? ¿El tipo flotando boca abajo en la piscina en Sunset Boulevard, Henry Fonda caminando por una acera en Falso culpable, el diálogo entre Viena y Johnny Guitar, Greg Tolland y la profundidad de campo, el acercamiento a Dios en Ordet, el caballero jugando al ajedrez con la muerte, el plano fijo de Los cuatrocientos golpes, la cámara en una butaca de teatro en Opening Night...? Podría seguir, pero para qué. Muchos de nosotros aprendimos a amar el cine leyendo libros que hablaban de películas, porque vivíamos en provincias y aún no se habían inventado los portátiles ni el «emule» ni las plataformas digitales. «Vimos», como explica muy bien Vicente Monroy en Contra la cinefilia, muchas películas antes de tener la posibilidad de verlas. Leíamos las películas y, por eso, André Bazin y todos sus discípulos eran para nosotros un mito, una verdad luminosa, tanto como Carlos Pumares de madrugada y sus comentarios sobre películas que ―entonces creíamos que― nunca podríamos ver. Todo aquel cine leído y oído era una muestra de refinamiento, nos proporcionaba distinción, pues nos permitía hablar de películas que nadie había visto hasta convertirnos en algo muy parecido a pequeños expertos en el análisis del séptimo arte. Parece una broma, pero los libros fueron el alimento de nuestra cinefilia, amamos al cine gracias a los libros que hablaban sobre él.

Para los cinéfilos de provincias de mi generación todo cambió cuando apareció el vídeo y pudimos grabar en la televisión pública las películas que emitía de madrugada el programa Cineclub y, por supuesto, cuando José Luis Garci nos las explicaba junto a un puñado de hombres «que explicaban cosas» y Clara Sánchez, la única mujer que recuerdo de aquel Qué grande es el cine donde pudimos ver muchas de las películas que ya habíamos leído. Eso sí, las veíamos en versión doblada y no siempre en su formato original, pero no nos importaba demasiado, porque éramos «cinéfilos» y, además, éramos hombres y todas las películas hablaban de nosotros, de nuestros problemas y de nuestras alegrías. Luego ya llegó Antonio Gasset y sus cáusticas recomendaciones, pero ya era demasiado tarde, pues toda esa ensoñación cinéfila desapareció con la llegada de las nuevas formas de entretenimiento. A finales del siglo XX, el cine competía contra demasiados enemigos y nos dio la impresión de que había pasado a mejor vida. Los cinéfilos estábamos muy contentos con aquella muerte, porque «aquello» que exhibían en las pantallas de los minicines de provincias ya no era cine. El cine había muerto.

En Esto es agua, el célebre discurso de David Foster Wallace, el escritor estadounidense afirma: «en el día a día de la vida adulta no existe el ateísmo. No existe eso de no adorar nada. Todo el mundo adora algo. La única elección está en qué decidimos adorar». He estado pensando en esta afirmación durante el tiempo que he dedicado a leer Contra la cinefilia, de este modo, no me ha sido difícil reconocerme en sus páginas. Yo también he estado allí, en ese amor incondicional, en esa adoración. Y como estuve allí también hablé del travelling de Kapò sin haber visto la película. De hecho, ese famoso travelling lo he visto hace unos días en YouTube por primera vez. Pensar hace treinta años en la posibilidad de visionar cualquier fragmento de película con esa inmediatez nos hubiera colmado de felicidad. De hecho, a veces he pensado que si entonces hubiera tenido acceso a tantas películas como tengo ahora nunca hubiera salido de mi dormitorio. Habría sido un cinéfilo solitario como muchos jóvenes nacidos en el siglo XXI, aunque no estoy seguro de que existan muchos jóvenes cinéfilos reflexionando ahora sobre el estilo invisible de Howard Hawks en el silencio de sus cuartos. Que no esté seguro de ello, no significa que estos jóvenes no existan. Ni siquiera descarto que sigan leyendo con la misma devoción que nosotros ¿Qué es el cine?

En definitiva, en Contra la cinefilia se explica bien cómo el paso del tiempo termina con la sensación de irrealidad que nos acompañaba después de ver alguna película. No sé si se debe a «la muerte del cine» o a la progresiva pérdida de nuestra capacidad de asombro. Sin embargo, ―desconozco si a Vicente Monroy le sucede lo mismo―, todavía en ocasiones veo películas que me estremecen. Películas de las que no he leído ninguna crítica y de las que apenas tengo información. Películas, por lo tanto, que «no he leído» y que veo con los ojos limpios, ajeno a las palabras de los críticos. Estas películas no me estremecen con la intensidad ni con la frecuencia de antes, pero todavía algunas me llevan a lugares en los que nunca he estado y me incomodan y me descubren realidades que desconocía y me muestran una parte de mí que quiero ocultar o que soy incapaz de exhibir. Cualquier película en la que esté involucrado Charlie Kaufman, El regreso de Andrei Zvyagintsev, O que arde de Óliver Laxe, Hell or high water de David Mackenzie y tantas otras películas que, eso sí, ya no comparto en la madrugada con otros cinéfilos rodeado de cigarrillos rubios y vasos de cerveza. Esas noches interminables en las que solíamos discutir sobre películas que no habíamos visto, pero que habíamos leído en nuestros libros de cine, también han dejado de existir.

Contra la cinefilia. Vicente Monroy. Clave intelectual. Madrid. 2020.

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